Quantcast
Channel: Patente de corso - Zenda
Viewing all 481 articles
Browse latest View live

Su mejor enemigo

$
0
0

Aunque en invierno hace dentro un frío de mil diablos, el museo naval de Venecia es un lugar agradable. Está situado al final de la Riva degli Schiavoni, cerca de la entrada del Arsenal, y su colección de maquetas y objetos navales es magnífica. No llega a la espléndida categoría del museo naval de Madrid –uno de los mejores de Europa–, pero merece una visita detenida. Suelo dejarme caer por allí cuando estoy en esa ciudad, y siempre me detengo ante la pieza de su colección que más admiro: un SLC Maiale o siluro a lenta corsa: ese torpedo tripulado por dos hombres, que habrán visto en alguna película, con el que los buceadores de combate italianos atacaban a los navíos ingleses durante la Segunda Guerra Mundial. Un aparato cuya contemplación, imaginando lo que era cabalgarlo en condiciones reales de noche y mar, basta para desmentir que los italianos, como sostiene algún indocumentado, sean poco valerosos. Al contrario: lo son cuando tienen motivos para serlo. Aunque ésa, la de los motivos, ya sea otra historia.

Estuve hace poco allí otra vez, tocando con los dedos el metal frío del maiale. Y como siempre, pensé en su inventor, Teseo Tesei, que murió en combate atacando el puerto de Malta; y en Lucio Visintini, Giovanni Magro y los que murieron tras cruzar de noche la bahía de Algeciras para atacar los buques fondeados en Gibraltar; y en mi personaje favorito entre todos los oficiales y tropa de la Décima Flotilla MAS, el teniente de navío Luigi de la Penne, que al atacar la base británica de Alejandría se encontró solo y de noche junto al casco del acorazado Valiant; y como había perdido en la oscuridad del mar a su compañero Emilio Bianchi y el maiale estaba averiado y clavado en el fondo a 14 metros de profundidad, lejos del buque, soltó la pesada cabeza explosiva y la fue arrastrando palmo a palmo durante cuarenta minutos, a ciegas, envuelto en una nube de fango, orientándose por el rumor de las máquinas del acorazado, hasta situarla debajo de la proa y activar el mecanismo de explosión retardada para las 06,05 horas.

Buzos italianos navegando en superficie con un "maiale"

Buzos italianos navegando en superficie con un “maiale”.

Lo que vino a continuación situó a Luigi de la Penne en el cuadro de honor de las leyendas del mar y los marinos. Al emerger agotado, quitarse el equipo respirador e intentar llegar nadando a la costa, fue descubierto y apresado por los ingleses. Conducido a bordo del mismo buque que había minado, comprobó que también su compañero Bianchi estaba prisionero. Interrogado De la Penne por el capitán de navío Charles Morgan, comandante del acorazado, se limitó a dar su nombre y graduación, negándose a confesar nada sobre su misión. El inglés ordenó que lo encerraran en un pañol, y la casualidad lo situó a proa del buque, en un calabozo situado exactamente sobre la carga que había activado un rato antes.

Diez minutos antes de la explosión, De la Penne pidió hablar con el comandante y le dijo que iba a estallar una carga y que pusiera a la tripulación del Valiant a salvo. Como se negó a añadir nada más, el capitán Morgan ordenó que lo encerraran en el mismo calabozo de antes. Después llamó con urgencia a todos los hombres a cubierta. Cuando estalló la potente carga explosiva, el prisionero italiano era el único que quedaba dentro del casco; pero tuvo suerte: los daños reventaron la puerta del calabozo y pudo escapar mientras el acorazado se hundía. Salió a cubierta entre el humo y la confusión, y una vez allí tuvo la satisfacción de ver cómo un segundo acorazado, el Queen Elizabeth, y el petrolero Sagona, minados por otros dos equipos de buceadores, también saltaban por los aires. Aquella noche, seis italianos con tres maiales hundieron 80.000 toneladas de buques enemigos.

Pero la hazaña de Luigi de la Penne y sus compañeros aún tendría un epílogo. Acabada la guerra, los hombres que atacaron Alejandría fueron llamados a la base naval de Tarento para recibir la medalla de oro al valor militar, sin importar –grandezas de Italia– que su hecho de armas hubiera tenido lugar bajo el fascismo. Y cuando el príncipe Umberto II, presidente del acto, se disponía a condecorar a Luigi de la Penne, del público se adelantó espontáneamente un inglés uniformado: el almirante sir Charles Morgan, antiguo comandante del Valiant, ahora jefe de la base naval de Tarento. Y hay una foto del momento en que éste pide a Umberto II el privilegio de imponerle él mismo la medalla a De la Penne «por el valeroso ataque que hizo contra mi barco hace tres años y tres meses». Esas fueron sus palabras, y así ocurrió: el príncipe se hizo a un lado y fue el almirante Morgan quien colgó la medalla en el pecho de su antiguo enemigo. De su mejor enemigo.

El almirante Morgan pidiendo al príncipe Umberto que le permita condecorar él a Luigi de la Penne.

El almirante Morgan pidiendo al príncipe Umberto que le permita condecorar él a Luigi de la Penne.

____________

Publicado el 7 de abril de 2019 en XL Semanal.

La entrada Su mejor enemigo aparece primero en Zenda.


La foto que no me hice

$
0
0

Esta página es hoy una excusa, o una petición de disculpas. Un asunto más personal que otra cosa. Escribirla desde hace 25 años me otorga, supongo, ciertos privilegios. Y en ello estoy. Todo viene de una foto que no me hice. Ocurrió en Tánger. Y si me lo permiten ustedes, se lo voy a contar.

Vaya por delante que desde hace años, y les aseguro que no siempre es cómodo, me hago fotos con todo el mundo. Con todo el que me lo solicita, quiero decir. No es ninguna molestia, sino un placer. Y también una obligación personal y profesional. Soy un escritor que se gana la vida gracias a sus lectores, y nunca olvido la deuda que tengo con ellos. Procuro corresponder contestando sus cartas o acusando recibo cuando me es posible, e interactuando en las redes sociales cuando tengo un rato libre. También he posado para miles de fotos sin un mal gesto ni una mala palabra, nunca, sonriendo siempre. Lo hacía antes, cuando eran cámaras fotográficas, y lo hago ahora que cada cual lleva su teléfono móvil y no te deja escapatoria. Son gajes de mi oficio.

Quiero decir con todo eso que, parafraseando al maestro de esgrima Jaime Astarloa, no creo haber sido grosero nunca, ni con los más inoportunos. Ni siquiera con pelmazos, que también los hay. Quienes de ustedes me han abordado por la calle, en restaurantes, en cines, en aeropuertos –incluso estrechándome la mano en urinarios públicos, que tiene huevos– pueden dar fe de ello. En las firmas de libros lo hago siempre de pie, igual que quienes esperan en la cola, pues no soy un funcionario de la literatura. Converso, me fotografío y lo que se tercie. Y procuro, siempre que me dejan, no retirarme hasta haber firmado el libro de la última persona que espera. Hasta quienes no tienen ni remota idea de quién soy y sólo les suena mi cara son recibidos con cortesía. He firmado sin rechistar autógrafos con el nombre de Fernando Aramburu, Javier Marías y Eduardo Mendoza. Me he fotografiado con personas que me llamaban Javier, o Alfredo.

Que yo recuerde, solo seis o siete veces en mi vida me negué a fotografiarme con lectores. Y tal vez fueron menos. Una, en un paso de peatones con el semáforo a punto de cambiar a rojo. Otra fue con una señora que me abordó al grito de «Tú eres un famoso, ¿verdad?». Otra, en un restaurante donde alguien se acercó con cierta impertinencia cuando me estaba llevando el tenedor a la boca. Y otra, la que motiva este artículo, en Tánger hace unas semanas. Paseaba por el Zoco Chico cuando un señor de un grupo de españoles con el que me crucé me pidió una foto. Sólo dijo eso: «¿Podemos hacer una foto?». Respondí que prefería no hacerlo, explicando brevemente el motivo: acababa de llegar a la ciudad por asuntos profesionales y quería evitar que amigos y otras personas supieran que ya estaba allí, pues era fácilmente localizable en mi hotel habitual y me vería enfrentado a compromisos incómodos. No añadí, pues me pareció obvio, que esas fotos suelen colgarse en las redes sociales y que ya me había ocurrido muchas veces.

Y ahora vamos al remordimiento. Al motivo de mi petición de disculpas. Porque he recibido carta de una lectora –Cristina, se llama–. Me refiero a una lectora de verdad, de las antiguas y fieles, que ha leído todos mis libros y lo demuestra en pocas líneas. Y esa lectora me cuenta que viajó a Tánger con unos amigos precisamente porque había leído mi novela Eva, y que estaban recorriendo los escenarios de esa historia cuando el azar los hizo cruzarse conmigo. Y que ella iba en el grupo, y que quien me abordó pidiendo una foto era su marido. «La excusa que puso no es digna de un escritor como usted –me dice–. ¿Sabe cuántos querrían que les pasara eso? Debería ser más agradecido».

Y, bueno. Eso es lo que me escribe Cristina, y como no hay remite en la carta no puedo responder en privado, así que lo hago en público para decirle que tiene razón. Que ese día en Tánger metí la pata hasta el corvejón. Que la cosa fue de tierra, trágame. Que el mundo es un lugar complejo, y de haber sabido lo que ahora me cuenta no sólo me habría hecho la foto sino que habría dado efusivamente las gracias, como hago casi siempre. Que mi única excusa es cuanto acabo de exponer más arriba. Que soy, como todos, alguien sometido a errores, momentos y estados de ánimo. Y que, aunque hago cuanto puedo por estar a la altura de mis lectores y amigos, pues sé que la libertad de la que gozo se la debo a ellos, no siempre soy capaz de acertar, aunque lo intente. Que aliquando dormitat Homerus. Y que veré de hacerlo mejor la próxima vez, si nos cruzamos de nuevo. En Tánger o en donde sea. Portada XLSemanal

____________

Publicado el 14 de abril de 2019 en XL Semanal.

La entrada La foto que no me hice aparece primero en Zenda.

La aventura es la aventura

$
0
0

Siempre sostuve, y no porque se me ocurriese a mí, que hay una especie de determinismo literario. Que los primeros años como lector, los primeros libros leídos, definen con bastante exactitud el territorio vital de cada uno: ese lugar donde el tiempo y la experiencia, con los libros que se leen después, acabarán por encajarlo todo. Una especie de plantilla sobre la que se sitúa cuanto de lecturas y vida viene más tarde. Quiero decir con esto que, al menos quienes leemos desde muy temprana edad, somos lo que somos porque leímos lo que leímos. Porque los primeros pasos realmente lúcidos, la primera mirada intensa que dirigimos a lo real del mundo, la hicimos a través de las páginas de los libros.

Ahora los tiempos han cambiado, por supuesto. Para muchos ya no es así. Hay otras puertas interesantes por las que asomarse a la vida, y allá cada cual con las que elige para él o sus hijos. Pero tengo la certeza de que los libros siguen siendo, pese a todo, herramientas insustituibles para establecer ese punto de partida al que antes aludía. Los cuentos, los tebeos y los libros. Creo que un joven que crezca sin ese territorio básico caminará siempre desorientado, con una especie de orfandad intelectual que tarde o temprano, de una u otra forma, acabará pasándole factura. Y más, en los tiempos que corren. Dejándolo a merced de fuerzas que no podrá identificar ni combatir. Haciéndolo menos sólido y más vulnerable.

El diamante de Moonfleet, de John Meade FalknerPienso en eso estos días, pues tengo en mis manos El diamante de Moonfleet, primer título de la serie de novelas de aventuras que Zenda (esa cooperativa digital creada con un grupo de amigos escritores hace tres años y que, con más de un millón de lectores, se ha convertido en el más influyente medio literario de lengua española en las redes sociales) ha empezado a publicar en formato clásico de libro, a modo de homenaje a la aventura literaria y a los maestros del género. Y es que la novela de John Meade Falkner es precisamente una de esas novelas que establecen territorios y orientan vidas: elogiada por Joseph Conrad, reconocida por Hergé como referencia de sus personajes Tintín y el capitán Haddock, basta una frase de Robert Louis Stevenson para situarla donde corresponde: «El diamante de Moonfleet es la novela que siempre quise escribir, pero lo único que pude hacer fue La isla del tesoro».

Alguna vez conté en esta página que fui un chico afortunado, pues crecí en una casa con biblioteca grande: con muchas puertas por donde asomarme a la vida antes de empezar a vivirla. Y también hubo quienes me ayudaron a abrir esas puertas o me las pusieron delante; como cuando, con motivo de mi primera comunión, mi madre pidió a familiares y amigos que sólo me regalasen libros. Así fue como a los ocho o nueve años me encontré con una pequeña biblioteca propia: tres docenas de títulos de Mateu, Bruguera, Molino y otras editoriales, en su mayor parte adaptaciones ilustradas para niños y jóvenes, que leídas una y otra vez con más libros de la biblioteca familiar, con tebeos e historietas diversas y sin olvidar el cine visto entonces, acotaron el territorio por el que, más de medio siglo después, sigo moviéndome. Porque cuanto viví, cuanto escribo y tal vez cuanto pienso, quedó marcado de origen por aquellos años lectores y aquellos primeros libros.

Por eso El diamante de Moonfleet me conmueve especialmente. Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de batallas, ha ilustrado de un modo espléndido la portada, y en ella resume varias cosas para mí importantes: el viejo truhán llamado Elzevir, el joven John Trenchard y el mar como fondo; el viento silbando en la jarcia para llevar al lector a través de peripecias contrabandistas, de secretos ocultos en cuevas, de amores adolescentes, de fantasmas que ocultan riquezas en sus arcanos. Por haber leído esa clase de libros a la edad en que leer ciertas cosas es muy importante, yo mismo anduve luego tras ellos y sus personajes, y así viajé a la cueva de los contrabandistas, a la isla de los piratas, a las tabernas donde beben silenciosos hombres con viejas cicatrices en el cuerpo y en la memoria. Por libros como ése fui en busca de mi propio libro para confirmar si el mundo real se parecía al que intuía en aquellas otras páginas, y lo hice en demanda de amigos leales, de jóvenes hermosas de las que enamorarme, de sabios de los que aprender, de enemigos con quienes pelear. Y cuando al fin los tuve delante, pude reconocerlos gracias a esas historias que me adiestraron para la aventura de la vida.Portada del XLSemanal

____________

Publicado el 21 de abril de 2019 en XL Semanal.

La entrada La aventura es la aventura aparece primero en Zenda.

Degollando a Milady

$
0
0

No recuerdo quién dijo que el siglo XXI va a ser el siglo de los imbéciles. A lo mejor fui quien lo dijo, o lo escribió. No me acuerdo. Pero lo dijera quien lo dijese, asombra la cantidad de gente empeñada en confirmarlo personalmente. Tecleas imbécil en Google, pulsas la tecla intro y sale su foto. Sonriendo, encima. Felices de haberse conocido. Es como una carrera desaforada hacia el disparate; una búsqueda constante del más difícil todavía donde hemos perdido cualquier freno de sentido común. Pero es lo que corresponde, oigan. Por activa o pasiva, por no complicarnos la vida y que nos llamen fascista o nos pinten el portal, atrincherados en silencios cobardes, contribuimos de un modo u otro a que así sea. Idiotas y oportunistas aparte, el mérito es nuestro. Somos cómplices necesarios. De manera que ahora lo que toca es disfrutarlo. Otra más, y seguimos para bingo.

La última imbecilidad –la penúltima, supongo, a estas alturas– es la de esos colegios, cada vez más, en los que se retiran cuentos infantiles de las bibliotecas: Caperucita Roja, La Cenicienta, Blancanieves, Los tres cerditos –imaginen, aun peor, que se llamara Las tres cerditas–, El soldadito de plomo –no es bueno que los niños mitifiquen a un soldado– y otros títulos conocidos. Pues resulta, según análisis de quienes viven de eso, que tres de cada diez son tóxicos y transmisores de patrones sexistas, y sólo uno entre diez está escrito con perspectiva de género. Incluso, yendo aún más al nudo del problema, en algunos colegios de Cataluña se intenta cambiar el relato de San Jorge, patrón de allí, por el de Santa Georgina; para hacer justicia, al fin, a las numerosas mujeres que, como es bien sabido, en la Edad Media cabalgaban como caballeras andantas, guerreando y tal. Por supuesto, en esa nueva y más realista versión el dragón es un bicho bueno y entrañable. El dragoncito Tonet, o algo así. Como para llevárselo a casa de mascota.

Y claro. De ahí a los otros, a los libros para adultos, sólo hay un paso. La nueva Inquisición se propone achicharrar cuanto no encaja en sus nuevas reglas narrativas e incluso imaginativas. Calculen el extenso campo de que disponen. La cantidad de material para la guillotina del porcentaje. Tres mil años de literatura a los que aplicar la perspectiva de género: desde las mujeres reducidas a la condición de diosas, esposas y esclavas en La Ilíada hasta la inexplicable ausencia de señoras junto a Cervantes en la batalla de Lepanto, la misoginia de don Francisco de Quevedo –hay profesores que ya no se atreven a mencionarlo–, el desafecto de Sherlock Holmes hacia las mujeres, la escasa paridad entre los legionarios de Beau Geste o la pederastia explícita en la Lolita de Nabokov, entre otros muchos títulos. Los rastreadores de agravios se van a poner las botas.

Dirán ustedes que por qué me meto en este jardín. Qué necesidad tengo de que luego alguna talibán de género y génera y quienes intentan congraciarse con ella me llamen machista y fascista. Y la respuesta es sencilla: lo hago en defensa propia. Desde hace treinta años escribo novelas que se leen en algunos lugares del mundo, y no me apetece que un coro de cantamañanas demagogos me diga cómo debo hacer mi trabajo. Y supongo que a mis lectores no les apetece tampoco.

Por cierto. Ya que hablo de novelas, dejen que les cuente algo. Cuando era muy jovencito leí Los tres mosqueteros: peleas, amistad masculina y otros etcéteras. Y para completar el cuadro, explícita violencia de género: a Milady de Winter, de soltera Ana de Breuil, la ahorca Athos siendo su marido; ella sobrevive, se vuelve malísima, liquida al duque de Buckhingam, D’Artagnan se la lleva al catre con engaños, y luego él y sus colegas la asesinan por la cara. Ahí tienen ustedes, en cuatrocientas páginas, todos los ingredientes para que, según el nuevo canon inquisitorial, esa novela formidable sea desterrada de las aulas, librerías y bibliotecas. Y sin embargo, les doy mi palabra de que su lectura, y en especial el personaje de Milady, me hicieron intuir muy temprano el mundo de las mujeres, su dura lucha, su soledad, su valor, su tragedia, su desesperación, su lógica crueldad cuando llega el momento de la venganza. Me lo señalaron mejor que ninguna de las muchas idioteces con que hoy se nos bombardea cada día. De Milady, o de lo que ella dejó en aquel lector de ocho o nueve años, saldrían con el tiempo personajes como Adela de Otero, Tánger Soto, Teresa Mendoza, Macarena Bruner, Lolita Palma, Angélica de Alquézar, Mecha Inzunza y todas las otras. A Los tres mosqueteros debo lo que luego completé con mi experiencia y mi escritura. Si alguien me hubiera prohibido ese libro, mis novelas y mi vida serían hoy diferentes. Y les aseguro que no para mejor. Portada XLSemanal

____________

Publicado el 28 de abril de 2019 en XL Semanal.

La entrada Degollando a Milady aparece primero en Zenda.

La niña que ama a Aquiles

$
0
0

La historia de hoy es una historia de resistencia y de gloria. Una historia de gente que no se rinde. De padres y niños dispuestos a vender cara su piel. Y no se trata de buscar en el pasado: ocurrió hace sólo unos días en un colegio argentino; pero si imaginan ustedes otro lugar, personajes y asunto, podría ocurrir en cualquier sitio. Especialmente –y por eso me detengo en ello– también en España. En estos tiempos grises en que cualquier independencia intelectual es aplastada desde la escuela, cuando lo que se busca es igualar a todos los críos en la mediocridad penalizando la brillantez y la inteligencia, la de la niña que ama a Aquiles me parece una historia ejemplar. Me enteré de ella hace poco, por casualidad, y busqué ponerme en contacto con el padre. Lo conseguí ayer mismo. Y como me lo contó, lo cuento.

Tiene casi cinco años y la llamaremos Helena. Con hache. Sus padres son muy aficionados a la historia antigua de Grecia, y la niña ha crecido familiarizada con los mitos clásicos. Por supuesto, se trata de una criatura normal: juega con otros niños, ve dibujos animados en la tele y cosas así. Lo que pasa es que, además, sus padres le leen cuentos mitológicos y homéricos antes de dormir, ve fotos de paisajes helénicos, conoce palabras del griego antiguo y los nombres de los dioses del Olimpo, y está familiarizada con los héroes de la guerra de Troya, Teseo y el Minotauro, los trabajos de Hércules, Ulises, los Argonautas y todo el formidable repertorio, fascinante para un niño, que ofrece la cultura clásica. Por otra parte, Helena tiene unos padres responsables que cuando le cuentan esas historias procuran suavizarlas, volviéndolas adecuadas para una niña de su edad. Y en esos días de fiesta en que los críos se disfrazan, he visto fotos suyas orgullosamente vestida de hoplita griego, con casco, escudo y lanza fabricados con cartón y papel dorado.

El primer problema surgió en el colegio, cuando los niños empezaron las clases de inglés con números y nombres de animales. A Helena no se le daba bien contar en inglés, pero conocía los números del uno al siete en griego clásico. Y como todos los críos ansiosos de expresar en clase lo que saben, cuando se le preguntaba respondía con palabras griegas que la maestra no entendía. El asunto empeoró en clase de expresión, cuando al preguntar a los niños qué dibujo animado les gustaba más o qué personaje de Marvel era su favorito, Helena dijo que su héroe preferido era Aquiles. «¿Un personaje de dibujos que no conozco?», preguntó la maestra. «No, señora –respondió Helena–. Aquiles, el que luchó en Troya». Quiso saber la docente cómo una niña de cuatro años conocía a Aquiles, y ella respondió que se lo había contado su papá. La maestra fue a decírselo a la directora del centro, concluyendo ambas que seguramente la niña había visto la película Troya, ésa de Brad Pitt, con escenas sangrientas y de sexo que los menores no debían ver. De modo que citaron a sus padres con urgencia.

La reunión con la directora, que en otros tiempos habría sido aclaratoria, fue la previsible en esta época de gilipollez y de cogérsela con papel de fumar. El padre lo explicó todo con naturalidad y ahí debió quedar el asunto, pero la directora tenía ideas propias sobre la formación humanística a los cuatro años. Demasiado pronto para eso, sostenía. Además, «su hija no debe consumir mitología griega porque cuenta historias violentas que jamás existieron y pueden confundir a la niña». Dijo eso y algunas cosas más, como «los mitos no dejan enseñanzas prácticas», «el griego clásico es una lengua muerta y no le servirá a su hija en el futuro» y acabó señalando el peligro de convertir a Helena en una marginal entre sus compañeras «normales», más familiarizadas con La Patrulla Canina y Mi Pequeño Pony.

El padre de Helena escuchó todo aquello en silencio. Y cuando hubo acabado la directora, dijo en lenguaje rigurosamente laconio: «Se necesitan dos años para aprender a hablar, pero sesenta para aprender a callar». Después se puso en pie y añadió: «Si vuelve a citarme por estas cosas, saco a mi hija del colegio y le pongo una demanda de proporciones homéricas». Y regresó a su casa, donde aquella misma noche le contó a Helena la historia de los trescientos espartanos que murieron en las Termópilas, peleando frente a un ejército inmenso, por defender la civilización occidental. Y a la mañana siguiente, como de costumbre, la llevó al colegio, saludó a la maestra y se fue al trabajo como cualquier otro día.Portada XLSemanal

____________

Publicado el 5 de mayo de 2019 en XL Semanal.

La entrada La niña que ama a Aquiles aparece primero en Zenda.

A teclazo limpio

$
0
0

Hace unos días, nonagenario y honrado por sus colegas, murió el periodista Manuel Alcántara: una de esas leyendas del oficio a quien, cuando pisé mi primera redacción, los jóvenes llamábamos ya maestro. El día que don Manuel dijo ahí os quedáis había escrito más de veinte mil artículos; y mi compadre Ignacio Camacho le dedicó el epitafio que toda mi generación envidiaría para ella misma: Llevaba tinta en las venas y la pasión de escribir grabada a fuego en el alma. Pertenecía a la estirpe del periodismo de raza, el de flexo, nicotina y alcohol, el de la gabardina colgada, el de la dinastía de los cronistas de ring y de las tertulias literarias. Un oficio de otra época acaso idealizada y desde luego romántica, en la que la calle era una escuela, el lenguaje una patria y la voluntad de estilo un rasgo de aristocracia.

Después de ese párrafo, poco puedo añadir yo. El cabroncete de Ignacio me acaba de pisar la firma en primera. Andaba hoy dándole vueltas a eso, pues no quería que faltase el nombre de don Manuel en esta página, cuando al mirar el teclado del ordenador en el que escribo comprendí de golpe que el simple acto de utilizarlo, como estoy haciendo ahora, constituye mi propio homenaje al veterano desaparecido, a los que se fueron antes que él y a los supervivientes de aquel tiempo, casi chiquillos entonces, que nos criamos en esas viejas redacciones de flexo, nicotina y alcohol bajo la sombra protectora de tipos formidables como él.

Me explico. A la mayor parte de ustedes les parecerá raro a estas alturas de la modernidad y la vida; pero mientras releía lo escrito por Ignacio estaba oyendo, con absoluta claridad, el teclear de una máquina de escribir. No esas mariconadas silenciosas de los teclados modernos, plic, plic, plic, que ni las oyes ni las sientes bajo los dedos, sino el tableteo auténtico de las palabras que fluyen de tu cabeza al papel, o en este caso a la pantalla del ordenador: el de las viejas Olivetti en las que mi generación se dejó las uñas. Un clac, clac, clac sonoro y recio, apasionado, furioso a veces, que era el sonido de las antiguas redacciones; ese crepitar inconfundible de docenas de máquinas de escribir ametralladas a la vez, del ruido de las campanillas al llegar a final de línea, de la palanca del punto y aparte, del rodillo al tirar del papel para sacarlo. Y todo eso, punteado por el ring-ring de los teléfonos y el tableteo incesante de los teletipos que escupían noticias que, en cualquier momento, podían arrojarte a la calle en compañía de un fotógrafo.

Daría media vida de la que he vivido, que no fue mala ni aburrida, por estar todavía junto a periodistas como Manuel Alcántara y tantos otros que hace tiempo dejaron de fumar o les quedan —nos van quedando— dos paquetes: Pepe Monerri, Paco Cercadillo, Chema Pérez Castro, Alfredo Marquerie, Pilar Narvión, Raúl del Pozo, Gurri, Tico Medina, Rosa Villacastín, Manolo Marlasca y los demás. Los vivos y los muertos. Entrar con apenas veinte años por primera vez en la redacción del diario Pueblo y encontrar, recién cruzado el umbral, a José María García y Raúl Cancio dándose fuego al pitillo mientras uno preguntaba: «¿Ya conociste a tu padre?» y el otro respondía: «Sí, lo encontré en la cama con tu madre». Ése era el tono. Y todo aquel mundo bronco y fascinante, aquellos hombres y mujeres duros de verdad, legendarios en mi recuerdo, vivían, trabajaban, jugaban a las cartas e incluso dormían allí cuando estaban tras una buena historia, entre el fragor casi heroico de aquellas máquinas de escribir y aquellos teclazos.

Y ahora, dejen que acabe de explicarme. Porque mi homenaje a esa gente, y a ese mundo en el que tan feliz llegué a ser, lo hago ahora al escribir estas mismas líneas. O por el modo en que las escribo. Cuando tecleo sigue sonando clac, clac, clac, porque por culpa de aquellas viejas redacciones y de recorrer el mundo durante dos décadas con una Lettera 32 a cuestas, nunca logré adaptarme a los nuevos teclados electrónicos. No conozco a nadie que cometa tantas erratas como yo al escribir en ellos. Lo juro. Por eso, tras muchas pesquisas, acabé descubriendo un teclado mecánico estupendo que incluso en su apariencia física reproduce exactamente, con carrito y todo, una de aquellas antiguas Olivetti. En él escribo en este momento, con fuertes pulsaciones que resuenan en el lugar donde trabajo. Y cada uno de esos teclazos es un homenaje a los viejos caimanes del oficio. A quienes, entornados los ojos por el humo del cigarrillo a medio fumar que tenían en la boca, aporreando máquinas de escribir que sonaban a periodismo de verdad, me enseñaron a amar el que en otro tiempo fue el oficio más hermoso del mundo. 
____________

Publicado el 12 de mayo de 2019 en XL Semanal.

La entrada A teclazo limpio aparece primero en Zenda.

Morir matando

$
0
0

Esta que voy a contarles no es una historia ejemplar, pero es una buena historia. Habla de venganza y de muerte. Poco recomendable, como ven. Sin embargo, debo confesar que me gusta mucho. Ignoro la razón exacta de que sea así. Tal vez porque también está hecha de tenacidad y de coraje. Incluso de amistad, o lealtad, o como quieran ustedes llamar a lo que allí hubo. Y a lo mejor, después de todo, en ese aspecto sí resulta ejemplar. O no. Eso decídanlo ustedes. Conozco el episodio gracias a un libro de mi amigo Diego Navarro Bonilla, quizá el mejor investigador sobre asuntos de espionaje que hay en España. Y aquí lo tienen.

A principios de mayo de 1939, un mes después de terminada la Guerra Civil, un pequeño grupo de guerrilleros anarquistas, capturados por las tropas nacionales en el puerto de Alicante, se fugó del campo de concentración de Los Almendros. Habían militado durante la República y peleado en la guerra. Todos eran jóvenes y resueltos, con mucha experiencia, curtidos por tres años de combates. Y escondiéndose de día y caminando de noche, ayudándose unos a otros, cruzaron media España decididos a alcanzar los Pirineos y llegar a Francia. Querían seguir luchando.

Al llegar a la provincia de Huesca, cerca de Gurrea de Gállego, varios se separaron del grupo. Antes de ir a Francia, dijeron, tenían asuntos que arreglar. Todos eran de ese pueblo, donde tres años antes se habían enfrentado a falangistas y soldados sublevados contra la República, haciéndoles catorce muertos. Ninguno de aquellos jóvenes cenetistas era un niño de coro. En julio del 36, antes de retirarse ante el avance nacional y para no dejar cabos sueltos, le habían pegado un tiro al cura del pueblo, el párroco Félix Ferrer, y otro al aristócrata local, conde del Villar. También habían intentado completar el clásico terceto de esos días con el terrateniente del vecino pueblo de La Paul, un hacendado llamado Brun; pero éste se les había escapado por los pelos. Así que durante el resto de la guerra, en la que participaron activamente como guerrilleros tras las líneas enemigas, tuvieron esa espina clavada: no haber podido mochar parejo y completar la cosa. Y el escozor se agravó cuando supieron que Brun iba señalando con el dedo y los nacionales habían fusilado a la madre y la tía de uno de ellos.

Ahora imagínenselos, que no es difícil: unos pocos anarquistas duros como piedras, criados en el mismo pueblo y compartiendo los mismos ideales; reforzada su amistad por los lazos que se establecen entre quienes pasan juntos penalidades y peligros en combate. Aquéllos, pese a la derrota, no se daban por vencidos. Eran recios, sufridos, tenaces y testarudos como buenos aragoneses. Se conocen algunos de sus apellidos: Navarro, Arbués, Dieste, Domeque –eran dos hermanos– y Martínez. Podían haberse puesto a salvo en Francia, pero se quedaron en aquel paraje infestado de falangistas y guardias civiles que todavía celebraban la victoria. «Buenos mozos» y «gente brava», los definirían tiempo más tarde vecinos del pueblo que los conocían. Además, con la idea amarga de que el terrateniente seguía vivo disfrutando de sus pesetas y ellos se iban a Francia sin darle candela. Así que tras larga caminata, sucios, desharrapados y hambrientos, se acercaron con muchas precauciones, desenterraron armas que habían escondido tres años atrás, y fueron en busca del terrateniente para rematar la faena.

No les salió bien: Dieste y Arbués fueron capturados por la Guardia Civil, y poco después cogieron a Martínez y uno de los Domeque. Pero sus compañeros, tenaces, siguieron adelante. Entraron en La Paul e incluso llegaron a cruzarse con el tal Brun, el terrateniente; pero estaba oscuro y no lo reconocieron, aunque él sí a ellos. Se metieron en su casa a esperarlo mientras el cacique corría a avisar a la Guardia Civil. Y llegó el infierno. Acorralados, los últimos del grupo lucharon a tiro limpio. Al final salieron disparando, enloquecidos como animales. Alguno logró escapar, otros fueron apresados, dos cayeron acribillados. El último en morir se llamaba Jesús Navarro Aralda, y antes de caer se llevó por delante al cabo de la Guardia Civil Lucio Marco Urrunzaga.

Y, bueno. Hace veinticinco años, a una de mis novelas le puse como epígrafe una cita de Tim O’Brian: Si una historia de guerra parece moral, no la creáis. Pero ya no estoy seguro de eso. Hace mucho tiempo que no. A ustedes corresponde decidir si la que acabo de contar es una historia moral o inmoral. Yo tengo mi propia idea, naturalmente. Pero ése es asunto mío.XLSemanal

____________

Publicado el 19 de mayo de 2019 en XL Semanal.

La entrada Morir matando aparece primero en Zenda.

Una foto en La Biela

$
0
0

Cuando pasas buena parte de tu vida entre viaje y viaje, acabas desarrollando costumbres y manías que ya no puedes quitarte de encima. Una de las mías es que detesto desayunar o comer en los hoteles donde me alojo, sean éstos de la clase que sean; así que, cuando dispongo de tiempo, busco un café o un restaurante cercanos donde resolver el asunto. En Buenos Aires me las estuve arreglando durante varias décadas con el café La Biela, para el desayuno, y con el restaurante Múnich para comidas y cenas. El problema es que hace un par de años cerraron el restaurante, y próxima a mi hotel habitual ya sólo queda La Biela, que es una cafetería clásica, con veteranos y eficientes camareros al estilo del café Gijón de Madrid. Hasta ella paseo cada mañana, cuando estoy en esa ciudad, para sentarme junto a una ventana, pedir un par de medias lunas con un vaso de leche, hojear los periódicos y ver pasar a los perros más o menos felices que, atraillados en grupo, sacan sus cuidadores a pasear por La Recoleta.

La Biela está próxima a la casa donde vivía Adolfo Bioy Casares, y era frecuentada por éste y por su amigo Jorge Luis Borges. Para homenajearlos, una de las mesas está ocupada por sus efigies de cartón piedra a tamaño natural, sentados como si estuvieran de tertulia. Entre ellos hay una silla libre, que ocupan los visitantes para fotografiarse con los dos maestros. Eso tiene un éxito razonable, y son muchos quienes lo hacen cada día; aunque ignoro –y por algunos comentarios deduzco que no– si todos los que posan saben con quiénes se hacen la foto. De cualquier modo, cuando hace buen tiempo el mayor éxito fotográfico está fuera del café, en la puerta. Durante muchos años, las figuras de dos legendarios corredores automovilísticos argentinos, Juan Gálvez y Oscar Alfredo Gálvez El Aguilucho, han venido siendo un reclamo para turistas y buscadores de recuerdos; pero el añadido reciente del futbolista Messi, con la camiseta argentina y un pie sobre un balón, ha disparado las visitas. Raro es mirar por la ventana, hacia el jugador, y no ver a alguien posando o esperando turno para hacerlo. Como dice Daniel, uno de los viejos camareros, cada cual baila el tango a su manera.

El caso es que esta mañana me encuentro en La Biela, en una de mis mesas habituales, leyendo en La Nación el artículo de mi compadre Jorge Fernández Díaz, cuando veo entrar a un hombre cuarentón, bien vestido y de buen aspecto –La Recoleta es un barrio elegante–, llevando de la mano a su hija de cuatro o cinco años. Es domingo, y el aspecto de padre separado con derecho a fin de semana canta La Traviata. Y ocurre que los dos vienen a sentarse en una mesa contigua a la mía, hablando de sus cosas, y al rato la niña mira curiosa a Borges y Bioy Casares, se acerca, los toca con cautela y vuelve corriendo con su papi. Eso parece darle a éste una idea. «Voy a hacerte una foto con los muñecos», dice. Así que la pequeña se sienta complacida entre las dos figuras y el padre le toma un par de fotos con el teléfono móvil. «Son dos escritores muy importantes –le dice éste–. Dos señores que ya se murieron, los pobres, pero escribían cuentos muy bonitos, como los que te leemos mamá y yo. Cuando seas mayor podrás leerlos tú también, y te gustarán mucho».

Al rato, acabado el desayuno, padre e hija se levantan. En ese momento, la niña mira por mi ventana y ve al otro lado la figura balompédica de Messi, con su camiseta blanquiazul de la selección nacional argentina. «Hazme una foto con ese otro muñeco», dice. Y entonces, muy despacio, impasible el rostro, el padre se inclina un poco para mirar por la ventana, acaricia el pelo de su hija y pronuncia unas palabras gloriosas que, a mi juicio y tal vez al de algunos de ustedes, lo hacen merecedor a los títulos de Argentino Ejemplar, Ciudadano Ilustre y Padre del Año: «No, ésa no hace falta. Nosotros ya tenemos la foto que queremos».

Y eso es todo, o casi. Porque al salir, mientras el padre se detiene junto a mi ventana para atender el teléfono teniendo de la mano a la hija, ésta mira de reojo a Messi y después se vuelve hacia mí, inquisitiva, como si esperase una confirmación a lo afirmado antes por su papi. Entonces pongo mi mano abierta en la ventana, apoyada en el cristal; y la niña, tras dudar un momento, alza muy seria su manita y la acerca hasta tocar la mía por el otro lado. Entonces siento detrás las miradas satisfechas de Borges y Bioy Casares, y tengo la certeza de que en efecto, como dijo su padre, esa niña los leerá cuando sea mayor. Y le gustarán mucho.Portada XLSemanal

____________

Publicado el 26 de mayo de 2019 en XL Semanal.

La entrada Una foto en La Biela aparece primero en Zenda.


Pintores de batallas rusos

$
0
0

Leer Un caballero en Moscú, de Amor Towles, en una habitación del hotel Metropol cuya ventana da al Kremlin no es de las peores experiencias que recuerdo. Y más en estos días en los que los ruskis conmemoran el aniversario de su Gran Guerra Patria; cuando le partieron, a un costo terrible, el espinazo a los ejércitos de Hitler. Para completar el asunto hace buen tiempo, los cócteles del bar son formidables, el cangrejo del restaurante Bolshoi es insuperable, y las calles moscovitas tienen ambiente festivo, con niños y señoras tocados con la pilotka, ese gorro del soldado ruso con la estrella roja que usaba la infantería soviética en la Segunda Guerra Mundial, y que hoy es tradición recuperar, luciéndolo con orgullo por las calles; lo que da a los críos una simpática pinta de soldadito Iván y a las señoras, con sus trenzas rubias y sus ojos claros, un aspecto estupendo de partisanas entre abedules con el subfusil PPSh41 colgado del cuello.

Coincido aquí con Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de batallas español, que ha venido a presentar un cuadro suyo en el museo militar de Moscú; allí donde, como pieza magna, está el águila de piedra del Reichstag berlinés, rota en pedazos y rodeada de grandes urnas de cristal con seis mil cruces de hierro capturadas a las tropas nazis durante la guerra, formando un conjunto de una justificadísima chulería patriótica orquestada con tan mala leche que, si yo fuera alemán y viera eso, me pegaba un tiro de pura vergüenza. Detalle que, desde luego, resulta útil recordatorio de que no siempre la raza aria tuvo el simpático rostro de abuelita Paz que hoy muestra frau Angela Merkel en los telediarios.

El caso es que, gracias a Augusto y sus contactos bolcheviques, o lo que sean ahora, conseguí visitar hace unos días el legendario taller Grekov. Y digo legendario porque, a ochenta y cinco años de su fundación, el Grekov sigue siendo un lugar impresionante, catedral de la pintura histórica de este viejo y sufrido país. La idea original, y para eso nació el taller, era crear un espacio donde los mejores pintores rusos, soviéticos entonces, pudieran trabajar en obras que representasen momentos importantes; no sólo soldados y batallas, sino también ciudades, puertos, paisajes donde la historia hubiese dejado huella a través de los siglos.

Recorrer las salas y talleres del Grekov es inolvidable. Allí trabajan los mejores escultores y pintores de asuntos históricos, tanto para museos y ministerios como para empresas privadas y particulares que desean un cuadro o una escultura. También para ayuntamientos y corporaciones que destinan las obras a dependencias oficiales o a decorar parques y carreteras. Así, cada cliente pide lo que desea, y cada artista lo aborda con plena libertad. Eso produce ingresos nada despreciables que, unidos a la ayuda del ministerio de Defensa, mantiene vivo y activo el taller, convertido en formidable escuela donde los jóvenes pintores interesados en la historia de Rusia aprenden de los grandes maestros vivos y también de quienes los precedieron. Hasta cuadros e iconos se restauran allí.

Insisto: visitar el Grekov es toda una experiencia. Lleno de maquetas, proyectos y obras en ejecución, el recinto huele a pintura fresca, yeso, mármol a medio trabajar, bronce recién fundido. Huele a la historia que los escolares visitarán en excursiones colegiales, aprendiendo más sobre sus abuelos y tatarabuelos: batallas napoleónicas, revolución rusa, guerras mundiales y conflictos modernos alternan con paisajes y retratos de todas clases. Y no se trata sólo de gloria y fanfarria nacional. Hay obras que exaltan lo patriótico, por supuesto. La vieja Unión Soviética tuvo mucha tradición en eso. Pero abundan también las realistas y críticas que muestran el dolor, el desastre, la muerte, el sufrimiento y el sacrificio. La secular tragedia, las luces y sombras de la larga y compleja memoria histórica rusa.

Si viajan a Moscú, búsquense la vida e intenten visitarlo. Sobre todo porque en España es imposible un sitio como ése. Hace poco, cuando Augusto Ferrer-Dalmau, uno de los autores de pintura militar más reconocidos del mundo, se ofreció gratis al ministerio de Defensa español para crear un taller como el Grekov, con objeto de formar a jóvenes artistas de temas históricos, la respuesta fue que no, gracias. Ya tenemos mucha pintura de esa clase, dijeron. Y si permiten que me tire el pegote, diré que yo mismo le había pronosticado a Augusto exactamente eso, aunque imaginarlo no tuviera ningún mérito. Estamos en España, ya saben. La de la memoria histórica según y cómo. Para prever semejante respuesta no hacía falta ser adivino.

Augusto Ferrer-Dalmau y Arturo Pérez-Reverte en  el taller Grekov de Moscú

Augusto Ferrer-Dalmau y Arturo Pérez-Reverte en el taller Grekov de Moscú

____________

Publicado el 2 de junio de 2019 en XL Semanal.

La entrada Pintores de batallas rusos aparece primero en Zenda.

Hembras preñadas que paren

$
0
0

Señalar que el disparate en que vivimos afecta a las palabras que utilizamos, o a las que evitamos utilizar, no es novedad a estas alturas de la verbena. Hay gente con tiempo libre y pocas necesidades expresivas que se afana por establecer listas de palabras correctas e incorrectas, incluso de permitidas y prohibidas, que luego pretende imponer con la energía de un inquisidor celoso. Si hace medio siglo aún había expresiones malsonantes que escandalizaban a las autoridades civiles y eclesiásticas, y eran objeto de sanción social y consecuencias penales, no es que las cosas estén hoy ocurriendo de nuevo, sino que empeoran respecto a las últimas décadas. Nunca, ni siquiera en mi juventud –y eso que viví los últimos tiempos del franquismo–, hubo menos libertad a la hora de abrir la boca para decir algo. Más peligro de que te cayeran encima con el fruncir de cejas y con la estaca.

El fenómeno es internacional, pero voy a referirme a España, que es donde vivo y en cuya lengua castellana, el español hablado por 570 millones de personas, escribo y me gano el jornal. Esto del jornal es importante, porque las palabras son mi herramienta de trabajo. Con ellas cuento historias, y necesito por tanto que sean limpias, variadas y eficaces. Por eso tengo ahí la misma sensibilidad, en defensa propia, que tendría un albañil con sus ladrillos y su paleta, un fontanero con la llave inglesa o un médico con su estetoscopio. Por supuesto, el lenguaje debe evolucionar con la sociedad que lo utiliza. De no ser así, seguiríamos hablando como Julio César o Almanzor. Pero una cosa es evolucionar, y otra encogerse y desaparecer. Son cada vez más las palabras sometidas a censura social, y eso reduce los confines del idioma. Limita el vocabulario, achata la capacidad de expresión y empobrece los formidables registros y matices de nuestra lengua.

Les coloco este rollo macabeo porque hay tres hermosas palabras españolas –entre muchas otras– que pocos se atreven ya a utilizar con naturalidad, pues las creen peyorativas: hembra, parir y preñar. Y no es que no las utilice quien las rechaza, lo que es legítimo; sino que aumentan los inquisidores contrarios a que otros las usen cuando lo estimen oportuno. Yo mismo me los tropiezo a menudo: te caen encima como abejas enfurecidas. Supongo que eso tiene que ver con la injerencia de tanto analfabeto de ambos sexos en los ámbitos del feminismo serio y responsable; pero determinarlo no es asunto mío. Me limito a señalar que utilizarlas acarrea una inmediata sanción social, e incluso personas cultas empiezan a contagiarse del rechazo. Son palabras que suenan mal, para entendernos. Y no hay mayor equivocación ni injusticia que ésa. Las tres son hermosas, nobles, respetables y perfectas. Desterrarlas de nuestro vocabulario sería, o lo está siendo ya, una torpeza y una desgracia.

Hembra, por ejemplo, es una palabra preciosa. Significa mujer y también animal del sexo femenino. Y aplicada en su contexto a las personas adecuadas, a menudo es un elogio. Proviene del latín femina y ya fue usada en el siglo XIII por Gonzalo de Berceo en sus formas femma y fembra, que evolucionaron hasta la actual. Tiene, por tanto, una nobilísima solera que sería una lástima confinar en el siniestro calabozo de las palabras condenadas. Y lo mismo ocurre con parir, que viene del latín parere: utilizada por Séneca y Apuleyo entre muchos otros, fue de uso general en todas las épocas y significa alumbrardar a luz; una de las palabras favoritas, por cierto, de mi profesor de Latín don Antonio Gil, quien enseñó a sus afortunados alumnos a utilizarla con propiedad y orgullo. Como también el hermoso verbo preñar, que viene de praegnare –llenar, fecundar o hacer concebir–, que da lugar a la bellísima palabra preñada: hembra que tiene una criatura en el vientre. Término usado en la lengua latina por Plauto, Terencio y Cicerón, y aplicable desde entonces a muchas cosas que no tienen que ver con la mujer, pero sí con su noble sentido etimológico. Y que, por cierto, resulta clave en uno de mis pasajes favoritos de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, cuando, al narrarse la entrada en Tenochtitlán de los españoles y las mujeres indias que los acompañan, el mestizaje de España y América aparece mencionado por primera vez en la historia y la literatura con esa hermosa palabra, cuando escribe el cronista –y fíjense en el importante adverbio ya– que «algunas de ellas estaban ya preñadas».

Resumiendo: vayan a corregirle el vocabulario a su Torquemada madre. Dicho sea sin ánimo de ofender. O tal vez con un poquito de ánimo.

____________

Publicado el 9 de junio de 2019 en XL Semanal.

La entrada Hembras preñadas que paren aparece primero en Zenda.

Sobre papeleras y campanarios

$
0
0

Leí tus dos relatos y lo hice con interés, aunque tardara un poco. Ya no tengo tiempo para esa clase de cosas, pero tanto insististe que no quiero que lo tomes por indiferencia. Sólo ocurre que estoy mayor y el tiempo de que dispongo prefiero reservarlo, en plan egoísta, para asuntos que me importen mucho: mi trabajo y mis lecturas, por ejemplo. O escaparme un rato al Mediterráneo. Pero como digo, me pusiste difícil esquivarlo. Un lector es un amigo, y con un amigo se cumple. Así que aquí me tienes, cumpliendo, con la esperanza de que también sirva para alguien más. De que ese alguien comprenda y no me enfrente otra vez a estos dilemas.

Salvo un exceso de adjetivos, el primer relato me pareció bien y el segundo, aburrido e innecesario. Ya que pides mi opinión, te diré que el mayor peligro en la escritura temprana, gramática y ortografía aparte, es mezclar los estados de ánimo personales y lo limitado de una biografía juvenil –no limitada por falta de talento, sino por juvenil– con un proyecto literario serio. De ahí a la redacción escolar va poca diferencia. Fatiga la abundancia de jóvenes de ambos sexos para quienes escribir consiste en contar sus peripecias personales como si fueran el ombligo del mundo, ignorando que vida y literatura son mucho más largas, dilatadas y ricas, que hay tiempo para todo, y que el punto de vista cambia con los años, aunque a los veinte uno se crea al cabo de la literatura y la vida. El peligro, si no salen de ahí, es que esos incautos suelen terminar escribiendo lo mismo a los cincuenta; y eso ya sí es grave, porque en adelante, si llegan a publicar –y ahora publica todo el mundo– llenarán las mesas de novedades de aburrimiento y mediocridad.

Dicho lo anterior, puedo añadir que me interesa tu mala leche, y que hay momentos en tus relatos, incluso en el malo, que hacen creer que algún día tendrás mucho que decir. Lo que pasa es que lo que tengas que decir se construirá viviendo, leyendo y escribiendo mucho; esto último no para publicar, sino con destino a la papelera. Que es la mejor amiga del escritor que empieza, del que termina y, en general, de cualquier escritor en todo momento de su vida. Y si uno, papelera aparte, no ha leído y vivido lo suficiente, no sé qué diablos pretende contar. Saber que la vida es una puñetera mierda –lo que puede descubrirse fácilmente a los siete u ocho años de edad– no significa saber o intuir por qué es una puñetera mierda. Sólo cuando alguien está en esa segunda fase, la de saber o intuir, lo que teclea puede interesar a otros. Incluso conseguir que esos otros paguen por leerlo. Hasta entonces, la escritura es más útil para uno mismo que para los demás. Así que, vanidades aparte, y te lo digo en crudo para que te enteres, por ahora no hay ninguna utilidad pública en que publiquen tu rollito personal. De momento no importas un carajo, colega. Hay un tiempo para cada cosa.

Casi nunca doy consejos; pero ya que insistes, diré que tienes talento y sabes mirar. Por eso es probable que un día escribas algo que merezca la pena para otros, además de para ti mismo. Aunque si eso no ocurre, tampoco será grave. Escribir novelas, ensayos o lo que sea no es obligatorio en la vida. Puedes palmar sin hacerlo y no habrá pasado nada; ni en tu caso, ni en el mío. Que te conviertas en escritor de verdad depende de complejos factores: suerte, trabajo, pareja, hijos a los que hay que dar de comer. Cosas así. Pero hasta entonces, si de verdad quieres dedicarte al asunto, sólo cuenta el método que antes mencioné: vivir mucho, leer mucho, mirar alrededor y no sólo hacia ti mismo; educarte para el oficio como si estudiaras una asignatura difícil, que lo es, y apasionante, que también lo es. No tener prisa ni pedir consejo sino a los buenos libros que debes leer: un escritor es responsable de sus errores y sus aciertos, y debe detectarlos solo. Y recuerda que la novela que no se explica por sí misma y necesita cháchara adicional del autor, nunca es una buena novela.

Y un último consejo, puesto que los pides. Si quieres ser alguien viajado, leído y fértil, no te manosees la flor con los nacionalismos paletos y las murgas en vinagre. Una cosa es la tierra y la memoria, legítimas y necesarias, y otra limitar tu obra a lo que se ve desde el campanario de tu pueblo, excepto si lo que anhelas es que sólo te lean los de tu puto pueblo. El mundo de un buen novelista es amplio y rico, capaz de alimentar la obra durante toda su vida y hacerla evolucionar con él. De ahí mi último consejo: para un verdadero escritor, la única patria que merece la pena está en las páginas de los buenos libros. Es lo único que abriga del frío que hace afuera. 

____________

Publicado el 16 de junio de 2019 en XL Semanal.

La entrada Sobre papeleras y campanarios aparece primero en Zenda.

La mujer que lloraba en un Ferrari

$
0
0

Hace un par de meses, cuando escribí un artículo sobre mujeres malas y chicas duras en películas de toda la vida, omití un nombre: María Félix. Y lo hice deliberadamente, porque le reservaba un artículo aparte. Algunos jóvenes lectores y otros menos jóvenes, poco familiarizados con la historia del cine, se preguntarán quién fue esa señora –como decía Quevedo, el tiempo todo lo masca–. Así que hoy me propongo contárselo a ustedes, empezando con una de aquellas formidables frases suyas que tanto contribuyeron a forjar la leyenda: A un hombre hay que llorarlo tres días. Al cuarto, te pones tacones y un vestido nuevo.

Se llamaba María de los Ángeles Félix, era mexicana y también lo más parecido a lo que en el cine clásico se consideró una diosa: bella, fría, morena, elegante, altiva, dura, cruel, sarcástica. La mujer que dijo Soy más cabrona que bonita o No te sientas mal si alguien te rechaza; la gente rechaza lo caro cuando no puede pagarlo, supo construirse desde la nada y crear un fascinante personaje público, un mito hecho a medias entre su verdadera personalidad y las que interpretaba en la pantalla. No basta con ser bonita, hay que saberlo ser, sostuvo siempre. Tuvo muchos hombres, muchos amores, mucho cine, mucha vida, y murió a los 88 años siendo un monumento a sí misma. La pintaron Diego Rivera, Orozco, Leonora Carrington, Remedios Varo y Antoine Tzapoff. La dirigieron el Indio Fernández y Luis Buñuel. La amaron los hombres con más talento y con más dinero del mundo. Nunca quiso trabajar en Hollywood; dijo no a papeles que interpretarían luego Jennifer Jones y Ava Gardner, y proclamó, orgullosa como solía: Me quieren dar papeles de india, y a mí no me da la gana. Los papeles de india los hago en mi país y los de reina en el extranjero.

Si quieren ustedes descubrirla o enamorarse de ella hasta las cachas, basta con ver una de sus películas, Enamorada, en la que tiene de coprotagonista al enorme Pedro Arméndariz, su pareja ideal en el cine. Pero ésa es sólo una de las cuarenta y siete que rodó, y muchas fueron verdaderamente buenas. Todo cinéfilo como Dios manda asentirá sin dudarlo ante El peñón de las ánimas, Doña Bárbara–de ahí retuvo para siempre su apelativo La Doña–, La mujer sin alma, Río Escondido, Maclovia–donde logró algo casi imposible en ella, parecer humilde–, La cucaracha, Los ambiciosos, Doña Diabla, La mujer de todos y tantas otras. De sus películas y entrevistas de prensa proceden las famosas frases a las que antes aludí, tan vinculadas a ella que es imposible establecer si eran sus personajes los que se encarnaban en María Félix o era ella la que inyectaba su fascinante encarnadura en los personajes: Las flores son un mal negocio, duran un día y hay que agradecerlas toda la vida… Ningún hombre se mata por una mujer, se mata por cobarde… Vale más dar envidia que dar lástima… Y quizá la más cínica entre las suyas: El dinero no da la felicidad, pero siempre es mejor llorar en un Ferrari.

En materia de hombres y dinero sabía muy bien de qué hablaba. Tuvo una vida de lujo y glamour con varios esposos y amantes que incluyeron al torero Luis Miguel Dominguín, Jorge Negrete –el cantante que fue ídolo del cine musical en España y América con famosas películas de rancheros, cantinas y tequila– y Agustín Lara, mi favorito entre sus hombres: el flaco elegante con una cicatriz canalla junto a la boca –una cicatriz que ella confesó la ponía de lo más caliente–; el compositor genial que, antes de que María Félix lo dejara por otro hombre, tuvo tiempo de componer para su amada algunas de sus mejores creaciones: Humo en los ojos, el chotis Madrid, Cuando vuelvasy, sobre todo, esa canción maravillosa que a su destinataria, incluso cuando ya era mayor y entraba en algún local de moda, la orquesta tocaba para saludarla y rendirle homenaje: Acuérdate de Acapulco / de aquella noche / María bonita.

Vean sus películas, si no las conocen. Observen su rostro en Internet. Busquen la película Enamorada, compárenla con Doña Bárbaray hagan una fascinante relectura en clave feminista del cine de la época y los personajes que María Félix protagonizaba. Sigan el rastro de esa actriz singular, hembra prodigiosa y señora de rompe y rasga, y deléitense con sus inolvidables frases míticas: La vida sin ti no vale nada, pero contigo vale menos… No des una segunda oportunidad a quien no aprovechó la primera… Y la que sin duda es mi favorita: Una mujer será tan niña como la consientas, tan señora como la trates, tan inteligente como la desafíes y tan sensual como la provoques.

____________

Publicado el 23 de junio de 2019 en XL Semanal.

La entrada La mujer que lloraba en un Ferrari aparece primero en Zenda.

Botas, gotas y diccionarios

$
0
0

Se planteó hace unas semanas en nuestra comisión –de ciencias humanas, se llama– de la Real Academia Española. Cada jueves, antes del pleno que se celebra desde hace trescientos años, los académicos nos reunimos en comisiones más pequeñas para actualizar definiciones anticuadas del Diccionario o discutir las nuevas. Somos pocos y es labor ardua y prolija, pero agradable. Y necesaria. A veces algún experto nos echa una mano. No hace mucho, precisamente, y gracias a la eficaz colaboración del maestro Jesús Esperanza, que tiene su galería de esgrima a pocos pasos de nuestro edificio, nuestra comisión revisó y puso al día todos los términos del noble arte, o deporte, del florete, el sable y la espada. Y ahí seguimos.

Hace unos jueves, como digo, se trató sobre algo que ahora se utiliza mucho para expresar tormento; o más que tormento, tortura psicológica por insistencia: la acción de alguien que machaca hasta la extenuación, figurada o casi real, de sus semejantes. Gota malaya, suele decirse. Lo que, traducido en hechos, equivaldría a un lento goteo de agua sobre la cabeza o la frente de una víctima inmovilizada, hasta volverla más o menos majara. Con tal sentido se usa habitualmente y cada vez más; sin embargo, la expresión es incorrecta. La gota malaya sencillamente no existe. Los malayos no gotean, que yo sepa. Lo que sí existe es la bota malaya. Y también la gota china.

El caso es interesante, porque demuestra hasta qué punto el habla popular, el uso de una palabra equivocada o incorrecta, puede llegar a extenderse en detrimento de la expresión correcta. Así es como, unas veces para bien y otras para mal, evolucionan las lenguas. Y así es como la RAE, cuyo Diccionario es una especie de registro notarial del castellano o español, se ve obligada a incorporar todos esos usos, le gusten o no. Lo que no significa aprobación ni norma, sino constancia de que los hispanohablantes hablamos así. De cuáles son las palabras que utilizamos y con qué significado exacto lo hacemos, aunque éste cambie a través del tiempo.

Para los aficionados al cine clásico, lo de bota malaya no plantea dudas. En la estupenda película de aventuras Mares de China, protagonizada en 1935 por Clark Gable y Jean Harlow, al apuesto capitán del barco los piratas malayos lo someten a ese tormento, que consiste en una bota de madera que mediante un sistema de palancas comprime el pie hasta triturarlo –«Calzo un 42», desafía Gable a los malos con mucha chulería–. Lo curioso es que siendo bota malaya la expresión correcta, lo que todos dicen ahora es gota malaya; hasta el punto de que el rastreo que Silvia, la eficaz filóloga de nuestra comisión, hizo en Google, Bing y Yahoo cuando tratamos el asunto, dio como resultado sólo 2.084 usos de bota malaya, que es la expresión correcta, frente a 40.780 de la incorrecta gota malaya. Por lo que, con gran dolor de corazón, no tuvimos otra que incorporar también la incorrecta al diccionario. Su frecuencia de uso es una realidad lingüística, y el diccionario está para definir realidades, nos gusten o no, haciendo posible que cuando alguien escuche o lea una palabra en Cervantes o en un periódico actual sepa qué significa, independientemente de que sea peyorativa, malsonante o equivocada. Así que sirva este episodio como ejemplo de cómo evolucionan las lenguas, y también de cómo se hacen los diccionarios y para qué sirven.

De todas formas, ni siquiera la RAE puede averiguar siempre cuándo y por qué se produce una transformación o un error cuyo uso se extiende luego. En este caso sí es posible, y el responsable tiene nombre y apellidos, e incluso fecha. En 1982, el entonces presidente Felipe González se lió entre bota y gota cuando dijo que el político Pasqual Maragall, entonces alcalde de Barcelona que no paraba de pedir dinero para los Juegos Olímpicos, era una gota malaya: un pelmazo hasta el martirio. El lapsus presidencial hizo fortuna, nadie lo corrigió públicamente, periodistas que no tenían ni idea de gotas y botas lo repitieron hasta la saciedad, y de ahí pasó al uso general, hasta el punto de que incluso escritores presuntamente cultos lo utilizan hoy con naturalidad. Eso ya no hay quien lo pare, y no será este artículo el que lo consiga. Porque además, y para que vean ustedes la singular dinámica en la evolución de una lengua –y eso ocurre con todas las del mundo–, se da la paradoja de que, en la actualidad, a quienes utilizan bota malaya en su expresión correcta hay quien les llama la atención y afea el término. Gota, hombre, les dicen en Twitter o Facebook. Se dice gota malaya, inculto. Y es que así se escribe la historia. Y los diccionarios. Portada XLSemanal

____________

Publicado el 30 de junio de 2019 en XL Semanal.

La entrada Botas, gotas y diccionarios aparece primero en Zenda.

De muy frío a muy caliente

$
0
0

La semana pasada, al contarles cómo y por qué entran ciertas palabras en el diccionario de la Real Academia Española, me dejé algunas cosas en el tintero, o en el teclado del ordenador. Folio y medio no da mucho de sí, de modo que he pensado rematar hoy la faena. La cosa venía, como quizá recuerden ustedes, de que a menudo una palabra incorrecta y a veces incluso opuesta a su sentido real, acaba haciendo fortuna, pasa al habla común y termina incorporada al diccionario, pues todo el mundo la utiliza y el diccionario está, precisamente, para comprender el significado que damos a las palabras, sean éstas y aquél los que sean.

Un buen ejemplo de lo que digo es la palabra álgido. Proviene del latín algidus, que significa frío o muy frío. Con ese significado aparece en el diccionario Petit Robert francés, que es el mejor de aquella lengua, y en el Zingarelli italiano, que es el mejor de esa otra. Y coldfrío, es la única traducción que le da el Oxford Latin Dictionary apoyándose en Catulo, Catón y Horacio, entre otros autores clásicos que utilizaron esa palabra. Nada hay de caliente en ella, por tanto, excepto cuando se utiliza en España, donde hace mucho que el calor ha sustituido al frío. Es el único lugar donde esto ocurre, desde que a algún analfabeto con voz pública se le ocurrió echarlo a rodar con sentido incorrecto a mediados del pasado siglo. La transformación se oficializó en 1984, año en que la vigésima edición del diccionario de la RAE no tuvo más remedio que añadir a muy frío una segunda acepción (momento o período crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales, etc.) que terminó desplazando la original a un segundo lugar en posteriores ediciones. Y que todavía no ha incorporado la de muy caliente pero está a punto de hacerlo, debido a que en la actualidad todo el mundo cree que álgido significa eso y lo utiliza en tal sentido: punto álgido, punto máximo de calentura.

Les calzo toda esta murga lingüística para que se hagan idea de lo complejas que son las palabras y su evolución, y de cómo ciertos errores o usos incorrectos, a fuerza de ser usados por masas de hablantes poco cultos, acaban imponiéndose incluso en sentido opuesto al que tienen. Otra cosa son los bulos que algunos indocumentados hacen correr sobre palabras supuestamente incorrectas incluidas en el diccionario como almóndiga, toballa y demás, ignorando que no se trata de vulgarismos modernos que la RAE admite, sino de palabras antiguas que figuran en textos clásicos y a las que, precisamente para marcar su antigüedad, se les pone la marca desus, que significa desusado. Lo mismo ocurre con términos ajenos al habla cisatlántica –amigovio, bluyín– pero frecuentes en la América hispana, que a un hablante de aquí le suenan raros pero allí son habituales, y por tanto deben figurar en un diccionario panhispánico dirigido a 570 millones de personas de las que sólo una pequeña parte vivimos a este lado del Atlántico.

Dirán algunos de ustedes, y es natural, que tanto la Academia Española como sus hermanas de América deberían salir al paso de los errores, señalándolos para evitar que se extiendan. Y a mi juicio tienen razón, pero el asunto es delicado. En la RAE llevamos mucho tiempo discutiendo sobre eso, pues hay dos posturas enfrentadas. Una es la de quienes creemos –casi todos, escritores y gente con actividad pública– que la Academia debe señalar errores y fijar normas de uso, del mismo modo que lo hace en su Gramática y su Ortografía. Algunos de nosotros llevamos diez o quince años pidiendo, sin conseguirlo, que la RAE tenga una política eficaz de comunicación activa, incluido un acto público anual para hacer balance del estado de la lengua española y llamar la atención sobre incidencias de esa clase. Otros, sin embargo –y en esta postura se atrincheran varios académicos filólogos–, opinan que la lengua debe dejarse en completa libertad, y que la RAE sólo debe registrar los usos sin advertir de nada a nadie. Que la vida siga su curso, y nosotros, a mirar. Esa tensión entre dos posturas, la activa y la pasiva ante los errores y transformaciones de las palabras que usamos, sobre los límites o señales de peligro que deben o no ponerse junto a ellas, da lugar a interesantes y a veces ásperas discusiones académicas, y sigue sin resolverse. Sin embargo, no debería ser sólo asunto nuestro. También ustedes, usuarios de esa formidable herramienta común que es la lengua española, deberían interesarse más. Y cuidarla. La RAE es una institución importante y necesaria, pero el habla pertenece a todos. Nada de cuanto en ella ocurra nos es ajeno. Al fin y al cabo, las palabras que usamos son las que conforman nuestra vida. Las que definen el mundo. XLSemanal

____________

Publicado el 7 de julio de 2019 en XL Semanal.

La entrada De muy frío a muy caliente aparece primero en Zenda.

El lugar que vende nostalgias

$
0
0

Viajar a Buenos Aires tiene para mí algo de peregrinaje: una especie de trayecto a cierta memoria imaginada que, como todo en la vida, tiene sus razones. Mi padre, que en su juventud era delgado y elegante, peinado hacia atrás y con fino bigote al estilo de la época –se parecía muchísimo al actor David Niven–, era un excelente bailarín de tangos, pericia necesaria en aquel tiempo para comerse una buena rosca, o dos. Y es el caso que Gardel y esta ciudad estuvieron muy presentes en la parte frívola de su vida, y siguieron estándolo años después. Cuando yo era niño lo oía canturrear tangos al afeitarse o cuando estaba de buen humor; y si hoy conozco la letra y música de una veintena es por habérselos escuchado docenas de veces a él: Silencio, El tapado de armiño, La cumparsita, Chorra, Mano a mano, Tomo y obligo, y sobre todo una obra maestra entre todos los tangos que en el mundo han sido, Yira, yira, con esa frase perfecta, precisa y genial: Cuando estén secas las pilas / de todos los timbres / que vos apretás.

Paseo por Buenos Aires con esas sensaciones en la cabeza, que vienen a fundirse con otras recientes, libros escritos y recuerdos vividos; con esa doble memoria, real e imaginada, que a menudo se mezcla hasta que es difícil distinguir una y otra. Deambulo así, evitando el barrio de La Boca –intransitable ya de turistas en chanclas y calzoncillos–, por Barracas, más duro y en absoluto visitado, miro el Riachuelo y como en El Puentecito como Mecha Inzunza y Max Costa, mi propio bailarín de tangos. Otras veces frecuento los alrededores de la plaza Dorrego, con sus hermosos balcones de hierro forjado y piedra, porque me gusta mucho este lugar los días de mercadillo viejo, cuando sus puestos callejeros exponen la resaca de tantos años y tantas vidas, aunque estoy más a gusto los días entre semana, que viene menos gente. Entonces puedo entrar con calma en las tiendas de anticuarios y visitar mis dos sitios predilectos: uno es el pasaje de la Defensa, con su suelo de baldosas blancas y negras, tiendecitas y oscuros rincones, en uno de los cuales –y esto lo juro por el cetro de Ottokar– vi hace años al fantasma de Borges, o tal vez era él mismo, jugando al ajedrez contra un espejo; el otro es el mercado cubierto que desde 1890 está entre las calles Estados Unidos, Carlos Calvo y Bolívar.

Visitar el mercado de San Telmo me suscita siempre un estado de ánimo cercano a la felicidad. Los puestos de carne, verduras y comida ocupan su lugar habitual; y aunque las tiendecitas de anticuarios que los rodean son cada vez menos, quedan suficientes para mantener el carácter del lugar. Paseo entre ellas mirando de nuevo las vitrinas polvorientas, los objetos de venta imposible que reconozco tras cuarenta años viéndolos allí, a la espera del comprador que nunca llega: viejos juguetes, gramófonos, frascos vacíos de perfume, plata antigua, figurillas de porcelana, oxidados facones gauchos, relojes parados en tiempos de Eva Perón. Y compruebo, satisfecho, que al fondo del corredor de la izquierda sigue abierto uno de mis lugares más queridos, el de postales, sellos, fotografías añejas, estampas, libros, impresos con letras de tangos y cosas así. Fue aquí donde una vez compré el mejor retrato que conozco de Carlos Gardel: el morocho del Abasto en blanco y negro, en foto de verdad, con corbata y sonrisa devastadora bajo el ala de un impecable Borsalino.

El caso es que me detengo, como de costumbre, a bichear un rato en la tiendecita: Dolly Dimple, Tango Bar,manoseados ejemplares de Gente y Playboy, números casi deshechos de El descamisado, fotos del viejo Buenos Aires, emigrantes bajando de un barco en Puerto Madero, el Parque Japonés, Serenata para Violeta, una primera edición de La razón de mi vida con foto de La Señora en la portada, postales cursis escritas con tinta desvaída y juramentos de amor eterno, docenas de instantáneas de novios que fueron jóvenes y guapos, centenares de retratos de familias de apariencia feliz a las que ya nadie recuerda; y, entre un cartel publicitario del analgésico Geniol y un gallardo militar que mira a la cámara soñando con gloriosas campañas, una jovencísima y linda rubia vestida de primera comunión, que sabe Dios en qué cementerio descansará ahora.

Estoy entre todo eso, como digo, tocando aquí y allá, cuando al levantar la vista encuentro la mirada del dueño de la tienda: un viejo conocido de pelo gris, que encoge los hombros como para justificarse y sonríe, melancólico. «Vendo nostalgias», me dice. Y pienso que es una frase perfecta para este lugar y este día.XLSemanal

____________

Publicado el 14 de julio de 2019 en XL Semanal.

La entrada El lugar que vende nostalgias aparece primero en Zenda.


Lanzada a Franco muerto

$
0
0

Hay un término que me irrita en los últimos tiempos, quizá por lo que en España se abusa de él: antifranquista. No porque yo tenga nada contra quien lo ha sido o de verdad lo es, o cree serlo, sino contra quien se adorna en exceso con la palabra, en muchos casos –para comprobarlo basta echar un vistazo a ciertas biografías– con escaso conocimiento directo, incluso indirecto, de lo que fue el franquismo. Es cierto que en determinados ambientes o espacios públicos el epíteto queda estupendo, e incluso tiene una indudable utilidad táctica. Sirve para situarse sin necesidad de entrar en detalles intelectuales. No hay más preguntas, señoras y señores. Pero aun comprendiendo eso, me chirría. No puedo evitarlo. Quizá porque nací en 1951 y conocí en mi juventud a muchos antifranquistas que lo eran de verdad; de los que pagaban un alto precio por serlo cuando proclamarse como tal no era una etiqueta de buen rollito, un postureo fácil, sino que se pagaba con el miedo, la violencia y la cárcel.

He estado mirando biografías de conspicuos antifranquistas de ahora mismo y confieso mi estupor. Hay muchos más que en vida de Franco, lo que no deja de ser un fenómeno interesante. Y teniendo en cuenta que el dictador murió en 1975 y su régimen duró sólo un poco más, me pregunto qué lucha concreta llevaron a cabo ciertos luchadores por la libertad que entonces tenían cuatro o cinco añitos, estaban en la cuna o, lo que aún es más sorprendente, no habían nacido todavía. Cierto es que para ser o sentirse antifranquista no es imprescindible haber sido coetáneo del dictador, del mismo modo que en el siglo XXI uno puede ser antinazi, antiestalinista, antibonapartista o antiimperalista romano. Pero una cosa es todo eso, muy legítimo, y otra hacer de ello argumento político, mérito social y orgullosa proclamación ideológica, insultando la memoria y el sacrificio de quienes sí lo fueron de verdad. Suplantándolos por la cara. Porque no sólo se da el caso de numerosos antifranquistas, cada vez más jóvenes, que no vivieron nunca el franquismo, sino también el de quienes sí lo vivieron, ya con edad de echarse a la calle y romperse la cara con los grises, pero pasaron todos aquellos años punto en boca y sin hacer ruido. Y sin embargo, en sus biografías de las redes sociales e incluso en la solapa de sus libros se afirman hoy, como en algún caso concreto que no personalizo por no reírme, ferviente opositor a la dictadura de Franco.

Ya que estamos en ello, y para dejar las cosas claras, diré que nunca fui luchador antifranquista. Mi idea del mundo estaba fuera de España, salí muy pronto de aquí, y hacia eso me orientaba en mi juventud: libros, viajes, aventuras. Mi único contacto con la lucha antifranquista fue pura chiripa, cuando en 1971, estando en primer curso de Políticas en Madrid, participé en una manifestación violenta porque una chica gallega que me gustaba mucho era militante radical, antifranquista de verdad, y fui con ella a tirar piedras, y me trincaron los grises en el paseo del Prado con un pañuelo tapándome la cara por los gases lacrimógenos, y sólo me comí once horas de Dirección General de Seguridad, un interrogatorio en el que me llamaron rojo hijo de puta y una multa de 5.000 pesetas, que entonces era una pasta enorme y pagó un tío mío, pues se lo oculté a mis padres. También esa chica que tanto me gustaba hizo una colecta solidaria en clase con el pretexto de pagarme la multa, pero en su caso nunca vi un céntimo del dinero, que supongo destinó a comprar gasolina para cócteles molotov. Así que lo doy por bien empleado. Sobre todo porque ella era guapísima y cuarenta y ocho años después lo sigue siendo, además de inteligente periodista y columnista ácida y certera.

Hay una expresión clásica que ahora se usa poco, pero que tiene una importante raíz histórica: lanzada a moro muerto. Proviene de la España medieval y se refiere a los cobardes o aprovechados que, sin haber estado en lo duro del combate, se acercaban a un enemigo muerto o herido para manchar de sangre las armas, a fin de alardear luego de valientes y figurar incluso más que quienes habían peleado en serio. Y eso ocurre de nuevo, como ocurrió siempre, esta vez con antifranquistas sobrevenidos, demagogos que cacarean por encima de quienes lo fueron de verdad. Son ellos los que pretenden contarnos a quienes lo vimos con nuestros ojos qué es el franquismo y qué el antifranquismo: oportunistas de ambos sexos que con lanzadas a moro muerto montan su negocio y se hacen, sonrientes y satisfechos, el anhelado selfi. Aunque tampoco hay que extrañarse demasiado. La poca vergüenza es tan vieja como la vida.

____________

Publicado el 21 de julio de 2019 en XL Semanal.

La entrada Lanzada a Franco muerto aparece primero en Zenda.

La Posada de Dickens

$
0
0

Alguna vez he comentado en esta página lo importante que es viajar a los lugares no para conocerlos, sino para confirmarlos. Llegar a ellos con lecturas previas que permitan amueblarlos con lo que fueron o con lo que otros imaginaron o vivieron allí. Contextualizarlos en su literatura, su tradición y su historia. No es lo mismo caminar con libros que sin libros en la memoria. No es igual pasar junto al café Procope sin saber quiénes fueron Diderot o el barón Holbach, desayunar en Sanborn’s ignorando a Zapata y Pancho Villa o deambular por Palermo sin la melancólica sombra del príncipe Salina. A cuento de eso, nada más adecuado para estos superficiales tiempos de selfi y a otra cosa, mariposa, que lo que en Clase de latín escribió Zbigniew Herbert: «Tal vez algún día lleguéis a Roma con el séquito de un procónsul. De modo que deberéis conocer los principales edificios de la Ciudad Eterna. No quiero que deambuléis por la capital de los césares como si fuerais unos bárbaros sin cultura».

Pienso en eso sentado en el último banco a la derecha de la galería exterior de la Posada de Dickens, la Dickens Inn del muelle de St. Katherine de Londres, mirando desde ese caserón del siglo XVIII los barcos amarrados en el puertecito de abajo. Tengo una cerveza en la mano, el sombrero a un lado, las suelas de los zapatos cómodamente apoyadas en la barandilla, y acabo de dar un largo paseo a lo largo del Támesis, entre el puente de Waterloo y el de la Torre, que puede verse a lo lejos entre los edificios modernos y los antiguos que sobrevivieron a los bombardeos alemanes. Hace un rato anduve junto al crucero Belfast, que combatió con el Tirpitz y participó en el hundimiento del Scharnhorst, y junto a la réplica del Golden Hind de Drake, entre los viejos almacenes portuarios hoy rehabilitados y destinados a otras cosas. Y durante todo el camino, como ahora en la Posada de Dickens, los libros leídos en los últimos sesenta años vinieron en mi auxilio para dar sentido a lo que miraba. Borrando con la imaginación cuanto allí sobraba –que era mucho– y proyectando con nitidez perfecta lo que realmente contuvo, o contiene, este paisaje.

Joseph Conrad, sobre todo. Paseando por los lugares donde estuvo el puerto me he detenido varias veces a contemplar la marea baja, pensando inevitablemente en la Nellie, la yola de recreo «que borneó sobre su ancla sin un flameo de las velas y dejó de moverse».  Conrad es el único escritor del que tengo una fotografía en mi biblioteca de trabajo; el que no me abandona y envejece conmigo. El marino que me enseñó, desde muy pronto, que vivimos como soñamos, solos. El que escribió: «Recuerdo mi juventud y la sensación, que nunca volverá, de que podría durar para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a todos los hombres», y también: «Toda pasión se ha perdido ahora. El mundo es mediocre, débil, sin fuerza. Y la locura y la desesperación son una fuerza. Por eso la fuerza es un crimen a los ojos de los necios, los débiles y los tontos».

Es por esto y por algunas cosas más que, sentado en la galería superior de la Posada de Dickens, en este anochecer tranquilo de los muelles de Londres, mientras se extingue la luz entre los palos de los barcos amarrados y una madre pata y sus patitos nadan en fila por el agua tranquila donde se refleja el crepúsculo, no tengo necesidad de volverme a mi derecha porque sé perfectamente que ahí, al extremo del banco, también con una cerveza en la mano, se oscurece con el resto del día la silueta inmóvil del capitán Marlow, que en ese momento murmura: «Cada barco se parece a los demás y el mar no cambia nunca». Al escucharlo asiento en silencio porque estoy de acuerdo, y los dos bebemos un poco de cerveza antes de que Marlow, convertido ya casi en una sombra inmóvil, emita un leve gruñido y luego añada como para sí mismo: «Conoció la mágica monotonía de la existencia entre cielo y mar». Supongo que se refiere a Jim, Lingard, Mac Whirr o cualquiera de ésos; a uno de los nuestros. De manera que, como nada tengo que hacer hasta el cambio de marea, me acomodo con mi cerveza, dispuesto a escuchar la que sin duda será otra de esas historias a veces inconclusas que a Marlow le gusta contar. Pero permanece callado mientras la noche se adueña de todo, incluso de él mismo, y empiezan a encenderse luces lejanas a lo largo de la orilla. Hasta que, de pronto, la voz de mi vecino de banco surge de la oscuridad: «Creías que era una aventura, ¿verdad?… Pero sólo era la vida», dice muy despacio. Y pienso que nunca escuché una verdad como ésa.

____________

Publicado el 28 de julio de 2019 en XL Semanal.

La entrada La Posada de Dickens aparece primero en Zenda.

Qué hacer si le patean los huevos a un juez

$
0
0

Me pregunta algún lector, después de los últimos casos en los que ciudadanos honorables se vieron condenados por defenderse en su propia casa, o por socorrer a quienes eran asaltados por delincuentes y en la refriega el asaltante salió maltrecho o de cuerpo presente, qué debe hacer uno en tales casos: quedarse cruzado de brazos, mirando cómo se consuma el delito, o intervenir arriesgándose a que el malo se ponga flamenco, haya leña de por medio, y en el intercambio el asaltante resulte herido o fiambre; desgraciada circunstancia que, según la legislación española, suele convertir al malo en bueno y al bueno en malo, hasta el punto de que el antes malo y ahora jurídicamente bueno, e incluso su familia si éste palma en el intercambio de opiniones, podrán vivir una buena temporada a costa de la pasta que la previsible sentencia le sacará al pringado; al que, además, premiarán con un par de años de talego por violencia desproporcionada, homicidio involuntario o como diantre se llame técnicamente el asunto.

Conste que mis conocimientos de Derecho son mínimos, así que me limitaré a opinar según la jurisprudencia de lo visto y leído en España: mi impresión personal e intransferible. Por poner un ejemplo práctico, imagine el lector que va por la calle y al doblar una esquina observa que un delincuente está asaltando a un juez (para el ejemplo igual valdrían un registrador de la propiedad o un repartidor de pizzas, pero hoy le toca a un juez). A lo mejor el malo lleva una navaja empalmada, aunque tampoco es imprescindible. Supongamos que no lleva arma ninguna y se limita a patearle los huevos a su señoría. Ahora querrá saber algún listillo cómo diablos sabremos que el agredido es un juez; y aunque como digo la cuestión es irrelevante, en este caso la respuesta es sencilla: lleva toga y puñetas de encaje. Y el caso, como digo, es que, para robarle la cartera al señor juez, el malo le está pateando los huevos con mucho desahogo. Zaca, zaca. Con verdaderas ganas.

Es ahora cuando se plantea el dilema. Aparte de que la denegación de auxilio es un delito, o creo que lo era, pocas personas decentes pasarían de largo, incluso aunque a quien le pateasen los huevos fuera un político español. Incluso, por llegar al extremo de lo comprensible, un inspector de Hacienda. Pero hemos quedado en que es un juez. En cualquier caso, un ciudadano honrado intervendría sin dudarlo, fuera quien fuese. Y ahí surge la complicación técnica. Porque supongamos que uno va y forcejea con el asaltante, y éste es un tipo fuerte, o está muy zumbado, o aunque no lleva armas pega hostias como panes. Y usted se lía en caliente, porque las peleas no son precisamente un ejercicio de análisis intelectual. Y el malo se cae, o usted lo tira, y se da con el bordillo de la acera en el cogote. O a lo peor era drogata y estaba débil del corazón, y con el soponcio se queda tieso como la mojama. Y entonces llega lo bonito, porque el juez se levanta frotándose los huevos, pone afectuoso una mano en tu hombro y dice, conmovido pero profesional: «Gracias, Rambo. Me has socorrido, pero siento comunicarte que según el Código Penal y el Código de Hammurabi tu violencia ha sido desproporcionada. Casi fascista, dirían algunos y algunas. Así que, con todo el dolor de mi corazón, y puesto que los jueces españoles nos limitamos a aplicar la dura lex, sed lex y no a interpretarla, voy a empapelarte hasta las trancas. De modo que ve despidiéndote durante seis o siete años de instrucción judicial de tu vida normal, de un posible par de años de libertad y de la pasta gansa que te van a sacar como indemnización, porque te voy a joder vivo».

Hay una segunda opción, naturalmente. Que usted vaya por la calle y vea cómo al juez le dan las suyas y las del pulpo, o que al ministro del Interior de ahora, que también es juez, le están robando la cartera, o al de Justicia lo está violando una manada de atracadores aficionados a atacar por la retaguardia. Y usted eche cuentas y decida que complicarse la vida en España, donde todo disparate tiene su asiento y a menudo ese asiento suele ser legal, trae poca cuenta. Y decida, basado en tristes y notorias experiencias ajenas, que más vale seguir su camino como si nada hubiera visto, Evaristo. O, como mucho, sacar el móvil y grabar la escena de lejos, por no implicarse demasiado. Y luego, eso sí, colgarla en YouTube para denunciar enérgicamente el asunto.

Y es que nos está quedando un paisaje precioso, oigan. A mí me queda poco, la verdad. Y que me quiten lo bailado, que fue bastante. Pero ustedes, los jóvenes, van a tener mucho tiempo y ocasiones para disfrutarlo. Les va a rebosar el disfrute por las orejas. 

____________

Publicado el 4 de agosto de 2019 en XL Semanal.

La entrada Qué hacer si le patean los huevos a un juez aparece primero en Zenda.

Malos tiempos para los héroes

$
0
0

Hay en Londres un monumento que descubrí hace poco y me llamó mucho la atención. En él nunca faltan flores. Se trata de un memorial –inaugurado hace sólo siete años por la reina Isabel II– en recuerdo de los 54.574 tripulantes de bombarderos británicos que murieron atacando Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El lugar es conmovedor, pues muestra a siete figuras de bronce de aviadores vestidos con ropa de vuelo, de tamaño algo mayor que el natural, en unas actitudes serenas y muy dignas. Se trata de hombres muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente lo están. Parecen fantasmas melancólicos.

El monumento se encuentra junto a la entrada oeste de Green Park, cerca de la casa de Wellington, y merece la pena echarle un vistazo. Sobre todo porque muestra, entre otras cosas, la ausencia de complejos históricos británica. Esos aviadores murieron mientras bombardeaban Alemania, causando centenares de miles de víctimas: sólo en Dresde, que fue arrasada por completo, murieron 25.000 personas. Sin embargo, la idea pretende quedar por encima del horror: combatían por su patria, cumplían su deber y cayeron como héroes. Punto. El resto puede –y naturalmente, debe– discutirse en otros lugares, pero allí sólo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de guerra.

Casualmente, y así son las cosas de la vida, estuve ante ese monumento el mismo día que al otro lado del Atlántico, en Buenos Aires, dos veteranos pilotos argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en 1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar su experiencia en un colegio de la ciudad. Habían sido llamados a dar una charla y se llenó el aula; pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos y un adulto sacaron a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue Malvinas para el régimen militar: ciertos ambos extremos, sobre los que, con toda razón, mucho se ha debatido y se debate en Argentina; pero sin ninguna relación con el motivo de la charla, pues los dos pilotos, que cuando la guerra tenían veintipocos años, habían sido invitados por el centro escolar para que hablasen de los combates aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando con sus Skyhawk al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y con las salpicaduras de las olas en los parabrisas, se metieron entre la implacable defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con su deber y con su oficio.

No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y aplausos de alumnos y padres de ambos sexos, los dos jóvenes y el adulto –tal vez un padre, quizás un espontáneo– centraron sus preguntas y comentarios exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Respondieron éstos que sólo pretendían narrar aquello para lo que se les había invitado: la actuación de los pilotos argentinos en la guerra; pero fueron acallados por el abucheo, hasta el punto de que las autoridades del colegio, acobardadas, suspendieron el acto. Al día siguiente, 352 padres y madres de los estudiantes firmaron un documento protestando porque los dos veteranos hubiesen pretendido hablar de pilotos y aviones y no de represores y asesinos. Y eso fue todo.

Supongo que ustedes, como yo mismo, tendrán sus opiniones sobre el asunto. Sobre si un hombre o una mujer valientes, un héroe de guerra que lo es bajo un régimen nefasto o perverso pierde su condición de tal o la conserva. Si debe ir por la vida con la cabeza alta o esconderse en un agujero. Si, por traer aquí la cosa, tan admirable era un soldado republicano atacando bajo el fuego en Belchite o Brunete como los soldados franquistas que se defendían como tigres al otro lado. Y, bueno. Yo sé lo que pienso, y cada cual tendrá su propia respuesta. También, como contaba al principio de este artículo, los británicos tienen la suya. Los he visto expresarla en un conocido vídeo del ataque aéreo a sus barcos en Malvinas, cuando un piloto argentino, volando impávido a ras del agua con su Skyhawk entre el intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando el palo de la fragata desde la que le disparan; y en otro barco cercano, desde el que están grabando la escena, se escuchan los gritos de admiración y los aplausos de los marinos ingleses.

____________

Publicado el 11 de agosto de 2019 en XL Semanal.

La entrada Malos tiempos para los héroes aparece primero en Zenda.

Las madres de antes eran más guapas

$
0
0

Me interesa Twitter porque es un territorio hostil transitado por numerosos hijos de puta. Pero como nada es absoluto, maticemos: es una red social útil y en ella hay gente estupenda; pero el frecuente anonimato y el mundo en que vivimos facilitan también su función de basurero. Resulta fascinante el espectáculo de ignorancia, agresividad y vileza que, ante tal o cual noticia, en torno a este o aquel tuiteo, suele organizarse por parte de gente con pocos escrúpulos o ganas de bronca. Y si se trata de religión, política o nacionalismos, ni les cuento. Es asombroso cómo argumentos o asuntos serios quedan reducidos a la simpleza de los 280 caracteres, que acaban sustituyendo a los verdaderos contenidos y alcanzan amplia difusión; de lo que resulta una cadena de comentarios de quienes no conocen el asunto original ni se preocupan por conocerlo, opinando sin cortarse un pelo de lo que unos dicen que otros han dicho o les dijeron. Y por supuesto, como estamos en España, abundan quienes saben más lengua que los lingüistas, más ciencia que los científicos y más historia que los historiadores. No se trata ya de opinar, pues a fin de cuentas las opiniones son libres. Se trata de insultar o silenciar cuanto no coincida con lo que uno cree saber o piensa, o no encaja en su –a veces limitado– ámbito intelectual. Cualquier analfabeto se atreve a ello sin complejos. Y no les quepa duda: si Ramón y Cajal o Cervantes anduvieran ahora por las redes, cada día habría gente enmendándoles la plana. Ni puñetera idea tienes de ciencia, calvo de mierda. Y tú, Miguelito, cierra el pico, que mataste moros en Lepanto y nos conocemos, juntaletras fascista. Para Quijote bueno, el de Avellaneda.

En lo que al arriba firmante se refiere, Twitter tiene doble utilidad. Por una parte, la del espectáculo bronco y divertido de observar. Ayuda mucho a escudriñar la condición humana, y eso es útil para cuando llueva napalm –que tarde o temprano siempre llueve–, pues conocer lo despreciable del paisanaje atenúa un poquito la piedad y el remordimiento. La otra es lo útil de esa red social como herramienta eficaz; pues, ya en lo personal, me permite enviar informaciones, responder a consultas, enlazar con artículos, libros y asuntos relacionados con mi trabajo, manteniendo con los lectores y amigos –cada lector es realmente un amigo– un contacto imposible de otro modo. Es una forma de agradecer el interés y la lealtad; aunque no falte quien se enfada porque no respondo, o no lo hago en el acto, a su consulta, sin considerar la imposibilidad de que alguien con dos millones de seguidores tuiteros, que recibe cientos de mensajes diarios, pueda responder a todos. Para eso tendría que vivir en las redes sociales, pero tengo otras cosas que hacer. Hago lo que puedo, cuando puedo. Y ojalá pudiera más.

Dicho lo anterior, Twitter también ofrece momentos maravillosos. Ayudar a que un perro perdido sea encontrado por sus amos, o que uno abandonado encuentre hogar, es una de mis satisfacciones. Y hace unas semanas, en especial, hizo posibles un par de días magníficos, que debía agradecer de algún modo y por eso escribo este artículo. Había encontrado entre viejos papeles una fotografía de una veinteañera bellísima y elegante, la joven que en otro tiempo fue mi madre. Y aunque nunca cuelgo fotos familiares ni apenas mías en las redes sociales, creí que ésa sí valía la pena. Así que la tuiteé con la frase «las madres de antes eran más guapas». Luego me dispuse a esperar, divertido, el aluvión de acusaciones de carca, retrógrado y machista que creí iba a suscitar aquello. Y sin embargo, para mi grata sorpresa, lo que siguió fueron dos días maravillosos en los que millares de amigos tuiteros, animados por aquello, colgaron fotos de las suyas. Y de ese modo, sin pretenderlo, entre todos reunimos un extraordinario álbum de madres, un homenaje masivo y espontáneo a las felizmente vivas o ya desaparecidas, lleno de mensajes de ternura, de amor, de recuerdos emocionados a todas ellas; que sin duda fueron diferentes a las de ahora porque su tiempo también lo era. Mujeres hermosas por dentro y por fuera, madres que con su abnegación, con su sacrificio, con su inteligencia, con su trabajo, con su valor y entereza, sostuvieron a sus familias en tiempos difíciles, sacaron adelante a los suyos, pelearon como leonas por apoyar a sus hombres, por criar y defender a sus cachorros. Y es cierto, comprobamos todos. Sin demérito de las actuales, que ya tienen otro estilo, y como pudimos comprobar gracias a Twitter, las madres de antes eran mucho más guapas. Incluso las que nunca pretendieron serlo.

____________

Publicado el 18 de agosto de 2019 en XL Semanal.

La entrada Las madres de antes eran más guapas aparece primero en Zenda.

Viewing all 481 articles
Browse latest View live