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La tarde en la que acabó el mundo

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La tarde en la que acabó el mundo se besaron en la ventana, enlazados el uno con el otro. La luz declinaba afuera, apagándose poco a poco: todavía era rojiza y dorada en la distancia, tras los edificios que se recortaban en ella, mientras las primeras sombras oscurecían los ángulos de calles y edificios. Abajo no había pánico, ni carreras, ni gritos de desesperación. Una multitud serena caminaba despacio por la ciudad: parejas abrazadas, niños que iban de la mano de sus padres, ancianos parados un momento en las aceras, que miraban alrededor como quien busca identificar un rostro o un recuerdo. En los semáforos destellaban intermitentes las luces color ámbar, los coches se dejaban en la calle con las puertas abiertas, y algunos de sus propietarios ni siquiera apagaban el motor antes de alejarse lentamente, sin mirar atrás.

"Por toda la ciudad la gente se decía adiós igual que si fuera Navidad"

Las últimas tiendas se vaciaban, aunque nadie encendía los rótulos luminosos ni los escaparates. No había saqueos, ni disturbios; los policías caminaban en calma, despojándose indiferentes de sus armas y sus insignias. Los bomberos no tenían nada que hacer: estaban sentados en las escaleras de sus parques y en la puerta de los garajes, ociosos junto a sus camiones cromados y rojos, sonriendo a quienes los saludaban despidiéndose. Por toda la ciudad la gente se decía adiós igual que si fuera Navidad, estrechándose amable la mano o besándose en la cara. Casi todos sonreían serenos y melancólicos, como después de una cena o una fiesta agradable. En las aceras, inmóviles pese a no llevar correa ni estar atados, algunos perros aguardaban pacientes a sus amos, lamiendo las manos de los niños que, al pasar por su lado, los acariciaban.

"Todo se oscurecía lentamente, y él propuso encender una luz; pero ella movió con infinita dulzura la cabeza y le puso dos dedos en los labios, como para rogarle que no pronunciase más palabras"

El edificio estaba sin gente, desiertas las escaleras y vacíos los pisos. No había otro sonido que una música antigua, como de viejo gramófono, que sonaba en algún lugar cercano y llegaba a través de la ventana. En la habitación, el televisor estaba apagado. La luz decreciente oscurecía los lomos de los libros en sus estantes hasta hacer ilegibles las letras doradas de los títulos, y apagaba el rojo intenso del vino en las grandes copas de cristal que estaban sobre la mesa. Había un cuadro en la pared: un lienzo antiguo hecho de claroscuros, del que ya no podía verse otra cosa que trazos de sombras. Todo se oscurecía lentamente, y él propuso encender una luz; pero ella movió con infinita dulzura la cabeza y le puso dos dedos en los labios, como para rogarle que no pronunciase más palabras. De manera que permanecieron callados junto a la ventana, el uno junto al otro, haciéndose compañía en la última claridad del último día.

"Cuando bajaron de nuevo los ojos, la calle estaba casi vacía"

Se estaba bien allí, pensaron. Aguardando inmóviles y tranquilos mientras veían desvanecerse mansamente todo. Jamás, hasta esa tarde, imaginaron que pudiera ser así, en aquella inusitada paz desprovista de miedo o remordimientos. Alzaron la vista al mismo tiempo para mirar arriba, sobre la ciudad. En el cielo sin nubes ni viento, cuyo color cambiaba del rojizo nacarado a un azul cada vez más oscuro, más allá de la línea de edificios y tejados que se recortaba en el horizonte de la ciudad, se deshacía la estela de condensación del último avión que había cruzado el cielo del mundo. Cuando bajaron de nuevo los ojos, la calle estaba casi vacía. Entre la última gente que se decía adiós en las aceras vieron rostros que se parecían a los de seres queridos muertos mucho tiempo atrás. Y cuando la luz decreció más y la ciudad empezó a velarse definitivamente de sombras, todavía les fue posible distinguir al extremo de la calle, a lo lejos, la rueda del kiosco de feria que seguía dando vueltas silenciosas en el parque vacío, con un niño solitario subido a uno de los caballitos.

"Entonces él movió la cabeza, resignado, mientras sonreía a las sombras que ya lo anegaban todo"

Él abrió la boca para decir una última palabra que lo resumiese todo, pero ella volvió a ponerle los dedos sobre los labios. Luego, estrechándose contra él, lo besó por última vez. Después se apartó un poco y volvió a mirar la calle casi desierta, los últimos transeúntes alejándose despacio por las aceras. Sonaba todavía, a través de la ventana, la música apagada del viejo gramófono. A lo lejos, en el parque, los caballitos de feria seguían dando vueltas en la penumbra, aunque el niño había desaparecido. Eso fue lo único que hizo que él sintiera, por un instante, un estremecimiento de melancolía, o de incertidumbre. Ella pareció advertirlo y se enlazó de nuevo a su cintura. Entonces él movió la cabeza, resignado, mientras sonreía a las sombras que ya lo anegaban todo. Luego le pasó a ella un brazo por los hombros, estrechándola contra sí. Y de ese modo, abrazados, muy quietos y serenos, vieron extinguirse la última luz.

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Publicado en abril de 2011 en XL Semanal.

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Un perfecto caballero

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He escrito alguna vez que los tiempos pasados, los que se fueron, liquidaron oportunamente muchas cosas injustas o perniciosas; pero también arrastraron consigo, en la natural demolición que el tiempo aplica a todo, algunas, y no pocas, cosas buenas. También –y eso es lo que más lamento– determinadas actitudes, maneras de situarse ante la vida y los semejantes que, aunque trasnochadas, imposibles y hasta seguramente ridículas hoy en día, elevaban al ser humano por encima de su condición material y grosera, facilitaban la convivencia y lo convertían en respetable. Le daban dignidad y grandeza.

No hablo de gestos espectaculares, de épica o heroísmo. Tampoco hablo de actitudes relacionadas con una u otra clase social. Al contrario: con frecuencia era más fácil encontrar esa dignidad y esa grandeza en gente socialmente humilde que en otra más afortunada. Aquel magnífico y muy español «en mi hambre mando yo» me parece, quizá, la más exacta exposición de esto último. Y a menudo había, por irnos a un pasado no demasiado lejano, más dignidad en el padre analfabeto que liaba para su hijo el primer cigarrillo que éste fumaba, en el andén del tren que iba a llevarlo al barco en el que viajaría para morir en Cuba, que en el adinerado individuo que había dado unos duros de plata al Estado para que ese pobre muchacho fuese a la guerra en lugar de su hijo.

Las maneras. Con frecuencia insisto en ellas en esta página. En mi opinión, como buen reflejo exterior de lo que somos o no somos, ellas nos salvan o nos condenan. Siempre lo he creído así, y no es casual que la segunda novela que escribí tratara en buena parte de eso: la estética asumida como ética cuando las grandes palabras se desvanecen. La actitud elegante, digna, heroica a fuerza de orgullo –la soberbia es defecto, pero el orgullo puede ser una virtud–, de un viejo maestro de esgrima durante la caída de Isabel II: la historia del último hombre honrado en un mundo de conspiraciones políticas, mercachifles y canallas. Hay un diálogo en ese relato que es mi momento favorito, cuando el marqués de los Alumbres le comenta al maestro Astarloa: «Se olvida usted de Dios», y éste responde: «Dios no me interesa. Tolera lo intolerable. Es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero».

Tuve la suerte –aunque quizá hoy sea una desgracia– de que me educaran para admirar esa clase de cosas. Para respetar ciertos ejemplos. Después la vida que llevé me condujo a otros lugares; pero mantuve intacta, o así lo creo, la facultad de admirar la dignidad y la elegancia moral en hombres y mujeres, sea cual sea su estado o condición. Al hilo de eso, recuerdo lo ocurrido a una de mis abuelas en los años 30 del pasado siglo. Estaba embarazada de seis meses y viajaba en tren de Cartagena a Madrid. El viaje duraba toda la noche; pero, al no quedar plazas libres en los coches cama, se vio obligada a viajar en un vagón convencional. En el compartimento sólo iban ella y un hombre de mediana edad, de aspecto modesto pero muy educado, a quien después de aquello mi abuela no olvidaría jamás.

El avanzado embarazo la tenía molesta, y eso era evidente. Tras interesarse por ella con extrema corrección, el señor le aconsejó que se tumbara en los asientos. Hay que entender que corrían otros tiempos, y una señora no se tumbaba por las buenas en un tren delante de un desconocido; así que la gestante viajera se mostró reacia a ponerse cómoda. Entonces, el caballero demostró que era exactamente eso. Cogió su petaca de cigarrillos, el encendedor y un libro, se puso el gabán, salió al pasillo, corrió las cortinillas, cerró la puerta, y se pasó toda la noche de guardia ante ella, fumando y leyendo, para impedir que nadie entrase en el compartimento e incomodase a mi abuela. Y por la mañana, al llegar a Madrid, la ayudó a bajar la maleta de la redecilla del equipaje y la acompañó hasta el andén, hasta dejarla en manos de los familiares que la esperaban. Ni siquiera dijo su nombre, escuchó las palabras de agradecimiento de mi abuela con una sonrisa amable y casi distraída, saludó por última vez tocándose el ala del sombrero, y se marchó.

Mi abuela me contó muchas veces esa historia, que cuando era niño me gustaba escuchar. Y ella siempre llegaba al final con un brillo en los ojos y una expresión dulce y conmovida. «Aún me parece verlo alejarse aquella mañana entre la gente –decía medio siglo después–. Ni siquiera era guapo. Tenía el cuello de la camisa rozado, el traje lleno de arrugas y las uñas tal vez demasiado largas. Pero nunca en mi vida vi tan perfecto caballero».

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Publicado el 15 de julio de 2018 en XL Semanal.

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Una foto analgésica

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Hay una fotografía que me gusta mucho. La tengo delante mientras le pego a la tecla. Fue tomada en París el 26 de agosto de 1944, al día siguiente de la liberación de la ciudad por la 2ª División Blindada del general Leclerc, donde figuraban antiguos combatientes republicanos españoles. El día anterior, la división había entrado en la ciudad llevando en cabeza a la 9ª Compañía, tan llena de compatriotas nuestros que varios de sus vehículos tenían pintados los nombres de Brunete, Ebro, Belchite, Teruel, Guernica, Don Quijote y Guadalajara; y en los partes de combate con las órdenes que el capitán de la 9ª, Raymond Dronne, dio ese día a sus unidades de vanguardia, figuran los nombres de los jefes de algunas de éstas: Montoya, Moreno, Granell, Bernal, Campos y Elías.

"Con esa foto suelo bromear, poniéndosela delante a los amigos: «Ejercicio de agudeza visual. Adivina quién es el español»"

La foto a la que me refiero es típica de la Liberación: arco de Triunfo, vehículos con soldados y la multitud entusiasmada. El semioruga que se ve en el centro de la imagen se llama Guernica y lleva a bordo a siete soldados: cinco de pie, el conductor y otro que va a su lado, también de pie. De los siete, este último es el único que no lleva puesto el casco. Es bajito —les llega a los otros, altos y apuestos, casi por los hombros—, lleva la camisa arremangada, y en vez de mirar al frente impasible y marcial como sus compañeros, mira a la gente con una gran sonrisa y un pitillo en la boca. Con esa foto suelo bromear, poniéndosela delante a los amigos: «Ejercicio de agudeza visual. Adivina quién es el español».

"Hay fotos que queman la sangre y fotos analgésicas. Ésta es de las últimas"

Hay fotos que queman la sangre y fotos analgésicas. Ésta es de las últimas. Cuando el telediario, el titular de periódico, la mirada que diriges alrededor o el espejo mismo te recuerdan con demasiada precisión en qué infame sitio vives, de qué peña formas parte y qué pocas esperanzas hay de que este patio de Monipodio llegue a ser algún día un lugar solidario, culto, limpio y libre, esa foto y algunas otras cosas por el estilo, que uno guarda en esa imaginaria lata de galletas parecida a la que usaba de niño para guardar tesoros —canicas, cromos, un tirachinas, una navaja de hoja rota, un soldadito de metal—, ayudan a soportar las ganas de echar la pota. Permiten mirar en torno buscando, más allá del primer y desolador vistazo, al fulano bajito y sonriente que, ajeno al protocolo solemne, mira a la gente, orgulloso, feliz de protagonizar tan espléndida revancha, cinco años después de haber pasado los Pirineos con el puño en alto, y en ellos quizá, apretado, un puñado de tierra española.

"Sólo sé que fue uno de los que cantaron ¡Ay Carmela! por las calles de París tras llegar hasta allí desde Argelia y el Chad, y luego siguieron peleando en Francia, Alsacia y Alemania hasta Berchtesgaden"

No sé cómo se llamaba el soldado del Guernica. Sólo sé que fue uno de los que cantaron ¡Ay Carmela! por las calles de París —el capitán Dronne lo cuenta en sus memorias— tras llegar hasta allí desde Argelia y el Chad, y luego siguieron peleando en Francia, Alsacia y Alemania hasta Berchtesgaden, la residencia alpina de Hitler. Él y los otros, que se echaron al monte al invadir Francia los alemanes o se alistaron en la Legión Extranjera, combatiendo en Narvik, Bir Hakeim, Montecassino, Normandía y la Selva Negra, llenando Francia de lápidas donde todavía hoy se lee Aux espagnols morts pour la liberté, consuelan la memoria cuando uno piensa en el modo miserable en que la Segunda República se fue al diablo; no sólo por la sublevación del ejército rebelde, sino también —qué mala información tenemos en este país idiota e irresponsable— por la vileza de una clase política mezquina, sin escrúpulos, capaz de convertir una oportunidad espléndida en un espectáculo siniestro. En una sangrienta cochinera.

"Por eso consuela tanto recordar, gracias a esa foto de París, que pese a todo, entre tanta basura y tanta chusma, siempre es posible dar con alguien que no se resigna"

Por eso me gusta tanto esa foto. Como digo, todos necesitamos analgésicos para ir tirando. Cada uno para lo suyo. Algunos, para hilar fino sin que el malestar, la náusea, te hagan meter a todo cristo en el mismo cazo. Es cierto que, en los últimos tiempos, en España ha tomado el relevo una nueva casta política irresponsable, infame sin distinción de ideologías, pegada a la ubre de los aparatos de sus partidos. Gente sin contacto con la vida real, que ni ha trabajado nunca de verdad ni tiene intención de hacerlo en su puta vida. Parásitos de la vida pública, profesionales del camelo y el cuento chino. Los que, amos de un tinglado nacional rehecho a su medida, ya nunca irán al paro. Y es cierto, también, que esa gentuza medra con la complicidad de una sociedad indiferente, acrítica, apoltronada y voluntariamente analfabeta, que sólo se acuerda de Santa Bárbara cuando le afecta a cada cual. Cuando truena. Esto es así, y el impulso, la tentación de mandarlo todo al diablo, ametrallando a mansalva, resulta lógico. Casi inevitable.

Por eso consuela tanto recordar, gracias a esa foto de París, que pese a todo, entre tanta basura y tanta chusma, siempre es posible dar con alguien que no se resigna. Que ni se rinde, ni traga. Tipos como el anónimo español de la División Leclerc: bajito, valeroso, descarado, sonriente. Con su pitillo. Capaz de recordarnos a todos, sesenta y cuatro años después, que siempre son posibles la dignidad y la vergüenza.


Publicado el 13 de septiembre de 2008 en XL Semanal.

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Con libros en la maleta

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Cada cual ordena la biblioteca a su manera. La mía lo está por lenguas originales de autores literarios, y luego vienen las secciones de historia, antigüedad clásica, religiones, viajes, arte, ciencias sociales y otras materias. Sin embargo, algunas de esas secciones tienen apartados, islas específicas formadas por asuntos, autores o personajes por los que siento especial inclinación.

Venecia, la ciudad, su literatura y su historia, es –nunca mejor dicho– una de esas islas. Y ayer, tras una agradable relectura de Los papeles de Aspern de Henry James, al devolver el libro a su lugar, me entretuve un buen rato en ella. Ocupa varios estantes. La razón es que durante mucho tiempo –casi veinte años– pasé en esa ciudad los días previos a cada Nochevieja. Le tengo un afecto especial, incluso ahora que los grandes cruceros y los viajes baratos arrojan sobre ella multitudes imposibles. La he vivido y caminado mucho en días invernales y grises, cuando aún es posible encontrar sus calles desiertas y sus noches silenciosas.

Algunos amigos preguntan por qué nunca escribí una novela sobre esa Venecia, y siempre respondo dos cosas: una es que ya hay demasiados libros buenos sobre ella, y también infinidad de libros malos; la otra es que ya lo hice, aunque sólo de modesto refilón. En El puente de los Asesinos, el capitán Alatriste participa en una conspiración para matar al Dogo; y en El pintor de batallas hay dos páginas donde Faulques y Olvido Ferrara pasean por la ciudad cubierta de nieve, con las góndolas tapizadas de blanco entre el chapoteo del agua verde y gris.

Había una librería, entre el hotel Bauer y la plaza de San Marcos, cuya especialidad era ofrecer cuanto se había publicado sobre Venecia –incluso la versión italiana de esas dos novelas mías–. Como tantas otras cosas buenas de la ciudad, la librería desapareció hace años y ahora ocupa su lugar una inevitable tienda de ropa. Pero no todo se perdió con ella; pues parte de los libros que se alinean en la sección veneciana de mi biblioteca proceden de allí. Y mirándolos ayer, tocando sus lomos y hojeándolos, pasé un largo rato recordando los lugares donde los leí, la compañía que me hicieron y el modo en que educaron mi mirada a la hora de vivir en esa ciudad.

Quizá el primero fue Casanova, creo recordar: sus fascinantes Memorias. Y ahí las tengo, en la edición francesa de La Pléiade, muy cerca de Las memorias de Ultratumba, de Chateaubriand –que viajó tres veces a la isla adriática– y de las dos obras teatrales –El mercader de Venecia y Otelo– que Shakespeare situó en la ciudad. Los escoltan Goethe y Stendhal con sus recuerdos de viaje, Lord Byron y su Childe Harold, y el formidable Thomas Mann con La muerte en Venecia. Tampoco George Sand, Marcel Proust, Gautier, Musset, D’Annunzio, Paul Morand y Philippe Sollers andan lejos, y al final de un estante veo Las piedras de Venecia, de Ruskin, situado sobre la biografía del Barón Corvo, el hueco al que devolví el libro de Henry James, las novelas policíacas de Donna Leon, Al otro lado del río y entre los árboles, de Hemingway, Venecia es un pez, de Tiziano Scarpa, y la formidable Fábula de Venecia de Hugo Pratt.

Buena parte de esos libros los leí en Venecia, vinculándolos directamente a ella. No hay guía de viaje cuyos efectos sean comparables a ésos, tan impresionantes y tan duraderos. Leí a James en los jardines de la Santa Croce, a Hemingway sentado en el Harry’s Bar, a Mann en la terraza del Bauer que da al canal, a George Sand en una habitación del Danieli con vistas a la laguna, a Proust y a Morand en el Florian y el Quadri, a Donna Leon sentado al sol en el muelle Záttere, a Scarpa en la Punta de la Aduana, y reviví las ilustraciones de Hugo Pratt situándome en el lugar desde el que Corto Maltés mira los leones de piedra del Arsenal. Me gusta esa ciudad no por lo que ahora es –decorado de cartón piedra envilecido por los tiempos que corren–, sino por la Venecia que esos autores me enseñaron a transitar. Como ocurre con cuantos viajamos con libros en el equipaje y la imaginación, las páginas leídas me permiten borrar de la mirada cuanto detesto y quedarme sólo con lo que deseo ver, en una ciudad que sólo una viva imaginación lectora puede considerar todavía, con plena justicia, una de las más fascinantes del mundo. Y cada vez que regreso a ella, como a otros lugares hermosos, no puedo dejar de preguntarme cómo harán los que no leen para disfrutar del mundo que pisan.

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Publicado el 22 de julio de 2018 en XL Semanal.

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El hombre que me hizo amar Italia

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Veo con frecuencia películas de Alberto Sordi, pues tengo muchas en casa. No las doscientas que protagonizó, pero sí medio centenar largo. La mayor parte son deuvedés comprados durante muchos años en Italia, con la ventaja de que se pueden escuchar en versión original y con subtítulos también en ese idioma, que es buena forma de disfrutarlo, aprenderlo y mejorarlo. Las veo a menudo, como digo, pues ese actor y sus películas me provocan un estado próximo a la felicidad. Y no sólo porque muchas de esas historias dirigidas por Monicelli, Fellini, Risi, Zampa, Steno y otros sean obras maestras, sino porque con el tiempo, gracias a ellas y a su intérprete, comprendí mejor Italia y a los italianos. Mi amor por ese país, mi afecto por sus gentes, mi envidia por sus virtudes y mi indulgencia ante muchos de sus defectos, también se los debo a ellas. No exagero si digo que Alberto Sordi me hizo amar Italia.

Hace poco vi por sexta o séptima vez mi película favorita entre las suyas: Una vita difficile (1961). Y unos días antes dediqué una tarde a un magnífico programa doble, Il marchese del Grillo (1982) y Tutti a casa (1960), que rematé por la noche con L’arte di arrangiarsi (1955). Y no es sólo que Sordi, con su voz prodigiosa, con su extraordinaria capacidad para protagonizar desde la más hilarante comedia –Il vedovo (1959)– hasta la tragedia más sobrecogedora –Un borghese piccolo piccolo (1977)–, sea un actor inmenso, sino que conjugó como nadie el peculiar verbo ser italiano. Albertone, así lo llamaban cariñosamente sus compatriotas –su muerte hace quince años fue un duelo nacional–, interpretaba con naturalidad, a veces en un mismo personaje, lo más admirable y también lo más detestable de su patria. Sus vicios y sus virtudes. Podía asquear y conmover de una secuencia a otra, arrancar carcajadas o lágrimas. Y es significativo que, en una famosa encuesta sobre cine y actores, los italianos dijesen que querrían parecerse a Mastroianni, Gassman y De Sica; pero que, a la hora de la verdad, con quien se identificaban de verdad era con Alberto Sordi, que los había encarnado como nadie. Por algo la biografía que le escribió Giancarlo Governi se tituló simplemente L’ Italiano.

Conozco también el cine español del tiempo en que Sordi hizo sus mejores películas, y eso acrecienta mi admiración por él y por quienes lo dirigieron en la pantalla. Durante esos años, en España tuvimos grandes actores: Fernán Gómez, José Luis Ozores, Tony Leblanc, Manolo Morán, Mayo, Closas, López Vázquez, Alfredo Landa y otros que encarnaron, a su manera, al español de entonces. La diferencia es que ese español, por divertido y tierno que fuese –pocas veces fue trágico–, era más falso que un duro de plomo, filtrado siempre por el franquismo y su censura. Aquel compatriota nuestro interpretado en el cine apenas tenía que ver con la realidad; y la pareja encarnada por cualquiera de esos buenos actores con Concha Velasco –quizá la más enorme y versátil de nuestras actrices– o alguna otra chica de la Cruz Roja, con su pisito y su casta vida de novios con final feliz, nada tenía que ver con la realidad de una España que sólo apuntaba su verdadero rostro gracias al talento y sutileza de unos pocos directores, en obras maestras como Atraco a las tres (1962), La caza (1966) o Calle Mayor (1956). De modo que, a diferencia de aquella Italia con su cine ácido y libre, capaz de burlarse de sí misma con audacia y talento, al verdadero español sólo era posible vislumbrarlo en esa época muy de lejos, leyendo entre líneas, en la blanda picaresca –tolerada por políticamente inofensiva– de Antonio Garisa, Gómez Bur, Pepe Isbert o el gran Tony Leblanc de El tigre de Chamberí (1957) o Los tramposos (1959).

Por eso, cuando hay cosas que llegan a niveles poco soportables –lo que con los años ocurre a menudo–, a veces busco analgésicos en las viejas películas y recurro a Alberto Sordi: me reconcilia con el ser humano la extraordinaria secuencia final de La grande guerra (1959), repaso una y otra vez la escena de Una vita difficile en la que se aleja de su mujer escupiendo entre los coches, y cada vez pienso que los españoles, tan firmes en nuestros fanatismos, tan tenaces en nuestros odios, seríamos mejores personas de haber tenido un cine que, como a los italianos, nos hubiera hecho compartir risas y lágrimas, mostrándonos sin complejos lo que somos y lo que podríamos ser. Enseñándonos, sobre todo, l’arte di arrangiarsi. El arte de, frente a un Estado casi siempre infame, arreglárnoslas con humanidad entre nosotros.

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Publicado el 29 de julio de 2018 en XL Semanal.

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Pizzámide Cuatro Keops

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He escrito alguna vez que hay cosas que te reconcilian con el mundo en el que vives. Y son muchas. A ver quién soporta, si no, la que está cayendo y la que va a caer. Así que hoy quiero compartir con ustedes uno de esos analgésicos. Nada tiene mío, pues pertenece por derecho propio a los alumnos, chicos y chicas de 11 a 12 años, que el curso pasado hicieron 6º de Primaria en el colegio Rufino Blanco de Madrid. Y se debe a su profesor de lengua, que se llama Jesús Huertas y que, a principios de curso, para familiarizarlos con los diccionarios y las definiciones, tuvo la estupenda idea de que sus alumnos hicieran lo que llamó Díccese: un diccionario ilustrado a base de definiciones propias. Lamento no poder incluir las ilustraciones aquí, porque son magníficas, ni todos los ingeniosos resultados, pero sí algunos de ellos. Lo que demuestra, una vez más, que mientras haya buenos maestros capaces de estimular la inteligencia de sus alumnos seguirá habiendo esperanza.

Pala delta: díccese del deporte extremo que se practica con una herramienta de jardín.

Camarrón de la Isla: díccese del cantante flamenco adicto al ron.

Móbil Dick: díccese del teléfono que usan las ballenas para comunicarse entre ellas.

Antonio Manchado: díccese del poeta que por su ímpetu en la escritura siempre acaba sucio de tinta.

Regordimiento: díccese de cuando has comido demasiado y te arrepientes al subir a la báscula.

Pedito caliente: díccese del último perrito caliente que te comerías.

La Dama y el Nauseabundo: díccese de la película sobre una hermosa perrita y un perro que da náuseas.

Las meninas del rey Salomón: díccese de las doncellas del famoso rey de África.

Arthur Coñac Doble: díccese del escritor que por no matar a Sherlock Holmes se tuvo que refugiar en el licor.

El Llavero Solitario: díccese del llavero que llevan los cowboys para no perder las llaves del rancho cuando están totalmente solos.

Vacabunda: díccese del mamífero que vive en la calle.

Julio Verde: díccese del escritor francés principalmente conocido por su inmadurez.

Limón-hada: díccese del cítrico al que le gusta conceder deseos.

El Recorte Inglés: díccese del nombre con el que se conoce el Brexit en España.

Logopedo: díccese del psicólogo que te ayuda a expulsar gases.

Dora la Explotadora: díccese de la estrella de la televisión que maltrata a sus amigos.

Truco de Mafia: díccese del acto criminal que realiza un mago.

Raperro: díccese del can que sabe rimar y ladrar con mucho estilo.

Helado Oscuro: díccese del helado abducido al lado oscuro de la fuerza.

Barbiería: díccese del sitio donde van nuestras muñecas a depilarse.

Matamáticas: díccese de la asignatura que se estudia en los colegios de asesinos.

Campeste: díccese de la persona que vive en la naturaleza y no se ducha porque no tiene mamá.

Ostragodo: díccese del molusco que invadía Italia peleando por su patria.

Berengenio: díccese del fruto de color morado no comestible por su mal carácter.

Aguasiestas: díccese de quien te despierta a las horas más inoportunas.

Buenas viboraciones: díccese de lo que siente la víbora cuando va a morder a alguien.

El perro de Basketville: díccese de la mascota de origen inglés de un equipo de la NBA.

Pitrufo: díccese del hombrecito azul al que la trufa se le sube a la cabeza.

Mosquiteros: díccese de los mosquitos que luchan por la paz de la ciudad.

Azupena: díccese de la flor que siempre está triste.

Maní-pulador: díccese del fruto seco de origen argentino que controla o manipula los actos de la gente.

Caperucita Coja: díccese del personaje al que el lobo ha devorado una pierna.

La vuelta al mundo con 80 tías: díccese del viaje que se hace con 80 hermanas de tus padres.

Pizzámide Cuatro Keops: díccese de la pizza favorita de Marco Antonio y Cleopatra.

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Publicado el 5 de agosto de 2018 en XL Semanal.

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El sacerdote guapo

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Era, probablemente, el cura más guapo que he visto en mi vida. Parecía un galán de Siguiendo mi camino o Las campanas de Santa María: delgado, alto, moreno, elegante. Y además, lo que ya era el colmo de la exquisitez canónica, a menudo vestía sotana. Hablo de mediados ya los años 90, así que háganse idea. Debía de rondar los cuarenta. A las feligresas de la parroquia –un lugar de la sierra de Madrid vagamente pijo en esa época–, y a algún que otro feligrés, recuerdo, las traía locas. Los domingos se ponía la iglesia de bote en bote, y las beatas de plantilla rivalizaban de pronto en celo místico. Como diríamos ahora, aquel sacerdote nuevo era un crack. Un figura.

Nunca fui hombre religioso –la vida de reportero me vacunó contra eso–, pero siempre me interesó la historia de la Iglesia como pilar de la cultura occidental. Conozco razonablemente la patrología y los textos evangélicos, me he calzado encíclicas papales y leo a teólogos díscolos como Hans Küng, del que hablé alguna vez aquí. Me gusta conversar con sacerdotes inteligentes que permiten conocer el otro lado de la colina, y aquél lo era. Algún día fui a verlo oficiar, y saltaba a la vista que no era un cura progre. Decía misa a la manera conservadora, e incluso se revestía con ornamentos en desuso como el amito y otras prendas sacras. Casi parecía a pique de decir ite, missa est, en vez de podéis ir en paz. Bastante carca, para entendernos. Pero eso sí: cuando salía de la iglesia con su sotana bien cortada o con su elegante clergyman negro de cuello romano, parecía un galán de cine.

Era muy educado y algo tímido. Más bien reservado. Conversamos varias veces –yo lo había hecho a menudo con su antecesor en la parroquia– y lo encontré amable y claro de ideas, aunque fueran las suyas. Cuando yo llevaba la charla a los extremos más reaccionarios de la Iglesia Católica, él se escabullía con mucha prudencia: celibato, aborto, teología de la liberación. Por ahí pasaba de puntillas. Casi nunca se pronunciaba de forma comprometida sobre esa clase de asuntos. Yo bromeaba provocándolo, y él sonreía discreto, miraba en torno y cambiaba de conversación. Fumaba mucho. Recuerdo que paseamos varias veces hasta un bar cercano, donde nunca lo vi probar una gota de alcohol, y en una ocasión sí hablamos más a fondo del celibato sacerdotal, del que se mostraba firme partidario.

Justo por aquella época yo había publicado La piel del tambor. Esa novela estaba protagonizada por un sacerdote, el padre Quart, agente secreto del Vaticano, que es enviado a Sevilla para esclarecer el misterio de una pequeña iglesia local amenazada por la especulación que, en apariencia, mata para defenderse –la trama suena poco original a estas alturas, pero diré en mi descargo que se publicó antes de El código Da Vinci y de cuanto con ese estilo vino a continuación–. El caso es que mi personaje era un sacerdote guapo y elegante, y que el párroco al que me refiero se parecía un poco. Alguna vez saqué el asunto a relucir, pero sin profundizar mucho pues él no había leído nada mío. No era de lecturas laicas, me dijo alguna vez.

Al final le regalé la novela. Ya me contará, páter, le dije –siempre llamo páter a los curas–. Y él la hojeó un poco mientras yo me preguntaba, en mis adentros y no sin malévola curiosidad, qué pasaría por su cabeza cuando el sacerdote de la novela viviera su tórrida historia de amor con la sevillana Macarena Bruner. Pero lo cierto es que me quedé sin saberlo. Pasaron dos o tres meses, nos vimos un par de veces, él no mencionó la novela y yo no le toqué el tema. Silencio administrativo. O no la ha leído, pensé, o no le gustó y calla por delicadeza.

Un día, tras un viaje largo, fui a la iglesia a ver qué tal le iba, y encontré a otro oficiando la misa: un simpático abuelete aficionado al vino tinto, con el que acabé haciendo buenas migas. Y en los días siguientes me contaron la historia del cura guapo, o su desenlace. Se había fugado con una atractiva feligresa, que en el arrebato pasional abandonó a su familia. Se largaron juntos a un feliz paradero desconocido. Entonces creí comprender por qué el cura guapo no había dicho ni una palabra de mi novela. Se vio un poco reflejado en ella, quiero suponer. Y a veces me pregunto, en mi elemental vanidad de novelista, si aquella lectura pudo influir algo en su decisión. Ustedes lo comprenden, ¿verdad?… Me gusta imaginar que ayudé a que la Iglesia perdiera un pastor de almas y el amor ahorcase una sotana.

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Publicado el 12 de agosto de 2018 en XL Semanal.

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Que todos queden atrás

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Me lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche, cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te has dado cuenta –dice– de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente. Destruir a quienes fueron respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es como una necesidad reciente. Como una urgencia.

Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos –aunque les llegará el turno–, como de ensombrecer biografías masculinas. Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota. De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho sobre él.

Mientras damos un paseo antes de despedirnos, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectual. Cierto es que en demoler reputaciones aquí tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González. Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no admirar nunca a nadie. No se trata tanto de desmitificar como de destruir. Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer, cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes.

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier –en bastantes líos lo meto ya–, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan. El talento incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la inteligencia y ensalzando la mediocridad como están a gusto. En España, el talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la vuelta de la esquina.

¿Creen que exagero?… Echen un vistazo a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje y la independencia. En destruir a los mejores, con reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia. No se busca ya que nadie quede atrás, sino que todos queden atrás. 

Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho. A ellos pertenece un mundo que los imbéciles –ni siquiera hay malvados en esto–, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres. Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen necesitando referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidables de inteligencia y de vida.

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Publicado el 19 de agosto de 2018 en XL Semanal.

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No pasa nada, se puede

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No se llama Asun, pero da igual. O a lo mejor es verdad que se llama Asun. Podría llamarse de cualquier modo. Nació en un pueblo de Extremadura. Es morena, con el pelo largo. Muy eficaz en su trabajo. A los diecipocos, sin demasiados estudios ni perspectiva laboral alguna, se casó con un hijo de puta que a los pocos meses, cuando quedó embarazada de su primer hijo, empezó a pegarle. Todo fue a más con el paso del tiempo: palizas, maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa resignación. Qué otra cosa podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso. Para aceptar que él tenía razón porque traía el dinero a casa, y yo no era nadie: la que cocinaba, planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el segundo. La que lo necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo. ¿Dónde iba a ir, si no? Sin él no era nada. Eso era lo que yo misma me decía mientras soportaba aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada.

Asun recuerda todo eso por algo que ocurrió hace unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes. Yo sé lo que pasó, pues la conozco hace veinticinco años, así que no necesito que me lo cuente otra vez. Sé del infierno que vivió atemorizada, indecisa, atrapada en la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma. Denunciar a un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O dejarlo. Ni se le pasaba por la cabeza. Incluso creía, de buena fe, ser culpable de cuanto ocurría. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más, cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo, con sus padres. Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues a los veintiocho años no tenía preparación para nada, o eso creía ella.

Hizo un poco de todo. Fregó suelos, lavó platos, sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a poco fue pagando el alquiler, la luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a salir adelante. Llegaba a casa destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba de lavar, planchar, cocinar para sus hijos. Los ratos que tenía libres, agotada, se sentaba a ver Sálvame o uno de esos programas frívolos. Era una mujer curiosa, sin embargo. No le interesaba la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas que iba alineando en los estantes de su casa. Trabajo, televisión, algún libro. Los críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue ella misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la soledad tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería casarse, o vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría libertades insospechadas, y estaba a gusto con ellas. Nada de volver atrás.

Al fin, su trabajo se estabilizó. A fuerza de constancia, competencia y honradez, consiguió seguridad social y salario fijo. Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la tranquilidad necesaria. Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines de semana, con sus novelas –románticas, históricas– de vez en cuando, siempre que no fueran muy pesadas. Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al espejo, se estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella joven tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida, hacía tiempo que se había desvanecido para dejar sitio a la que ahora la contemplaba desde el espejo. Una mujer distinta. Madura, serena. Libre.

Y me cuenta, al fin, lo del otro día. Cuando estaba en su coche esperando a su hija y observó que en otro aparcado cerca un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba. De pronto se vio allí otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin pensarlo. Salió, me cuenta, corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir, arrancó el automóvil y se fue con la mujer a la que maltrataba. Y recordándolo, Asun se queda pensativa y al fin encoge los hombros. No iba a hacerles nada, dice. Sólo quería contarle algo a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y decirle: «No pasa nada, vete. No tienes por qué aguantar. Te aseguro que no pasa nada, de verdad. Si de verdad quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro que se puede».

Tras contármelo, Asun encoge otra vez los hombros. Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer: «No pasa nada, chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio del mundo». Después me mira y mueve la cabeza. «Lo mismo puedes escribirlo tú, ¿no?… Puede que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo que quise decir».

Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiéndolo.

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Publicado el 26 de agosto de 2018 en XL Semanal.

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Ligar a la baja

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Entonces lo llamábamos ligar llorando, o ligar a la baja. Hablo de finales de los años 60, cuando los chicos y chicas de entonces nos relacionábamos con arreglo a nuestro tiempo, en una España que salía despacio de un sistema donde la libertad de morderse mutuamente el pescuezo en la parte oscura de la discoteca, o en la habitación donde se dejaban los abrigos del guateque, empezaba a asentarse tras una larga travesía del desierto en la que los rosarios habían ejercido férreo control sobre los ovarios. Dicho más en laico, quiero decir –aunque ya saben lo que quiero decir– que una generación de jóvenes de dieciocho o veinte años, que era la mía y la de algunos de ustedes, se afirmaba al fin en su lógica naturaleza.

En aquel tiempo, entre los chicos varones había dos formas básicas de ligar o ser ligado. Una era el estilo Clint Eastwood, que consistía en comportarse con la audacia necesaria para romper el hielo. Algo en plan hola, qué tal, estudias o trabajas, fumas o no fumas, bailas o no bailas, me gusta este cine y aquella música, esa minifalda te queda formidable, igual te apetece un paseo en moto, si me sigues mirando así me da un infarto, me llamo Paco, Manolo, Cayetano, supongo que te dolerá la cara de ser tan guapa. O sea, que ligabas con el ingenio, la cara dura, el aplomo que tuvieras. Y si eras bien parecido, o alto, o gracioso, o cachas, o con labia, jugabas esas cartas. Y a veces ganabas. O más bien, cuando de verdad les interesaba, eran ellas las que te dejaban ganar, pues manejaban –manejan todavía, tengo entendido– como nadie la baraja.

La otra forma era el estilo Woody Allen: ligar llorando. Si eras torpe, o tímido, o feo, o acomplejado, y sobre todo si no tenías ni media hostia, la táctica era lo que los militares llaman aproximación indirecta. Te sentabas junto a la chica con el cubata en la mano, y mientras tu amigo guaperas o más lanzado se comía las amígdalas en la pista con la amiga a los compases de Lola de Los Brincos o Europa de Santana, encendías un Ducados y hablabas de la angustia vital, de la soledad del corredor de fondo, de cómo la vida sin sentido se deslizaba hacia un pozo oscuro, de las películas de Bergman, de las novelas de Hermann Hesse, del sexo como terapia, de las canciones de Paco Ibáñez y de que, en esencia, la vida del ser inteligente –o sea, la tuya– era una puñetera mierda. Con un poco de esfuerzo y entrenamiento hasta llorabas de verdad, dando lugar a que ella te cogiera la mano y te mirara intensamente, poniéndolo a huevo para comentar, al fin, lo mucho que te rondaba la idea del suicidio. Y aunque parezca hoy raro, aquello funcionaba. Las tías eran así. Conocí a estrechos de pecho, tiñalpas desmayados, feos de concurso, levantar con ese sistema a mozas espectaculares. Y si eras argentino, como el rollo ya lo traías de fábrica, ni te cuento. Y es que había que valer. Saber currárselo.

Me acuerdo de aquellos pavos cuando veo a ciertos herederos de sus maneras. Sigue habiendo ligones de ambas clases, aunque el tiempo alteró los argumentos. El guapo y el jeta se mantienen amos de la pista, aunque ahora les haga fuerte competencia el analfabeto chusma consagrado por la telebasura. Aun así, tocan el viejo registro. Pero el ligón a la baja ha sufrido una mutación curiosa. Ya no gimotea, porque se le descojonan, pero practica otro llanto. La espectacular explosión del feminismo, la necesaria transformación que éste impone al mundo, hace que muchos varones se alineen con él de modo sincero; aunque, si compruebas biografías y analizas alguna que otra repentina conversión, a veces localizas señales sospechosas. Detectas al llorón oportunista, en plan fui macho repugnante con las mujeres, Pepa, pero ahora veo la luz y te abro mi corazón criptofemenino mientras tomamos una copa y la pagamos a medias. No te digo guapa por no cosificarte, pero me gustaría echarte un polvo con mucho respeto y tu consentimiento por escrito, mitad del tiempo tú arriba y mitad del tiempo debajo, o sea, un polvo paritario. Y eso oyes decirlo, o casi lo oyes, a fulanos con nombre y apellidos, en este país donde no hay monumento al soldado desconocido porque aquí nos conocemos todos. Por ejemplo, a cierto mediocre plumilla, antes depredador bajuno y hoy paladín feminista, cuya mujer, embarazada de cuatro meses, quedó destrozada al encontrarlo con otra en la cama matrimonial. O a un mediocre cantamañanas que ejerce de chupacirios en el programa radiofónico de una respetable feminista, y que hace un par de años aún alardeaba por escrito: «Cuando quiero acostarme con una señora o señorita, la frase que más empleo es ‘a ver si quedamos un día para follar porque tengo muchas cosas que contarte’».

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Publicado el 2 de septiembre de 2018 en XL Semanal.

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Tontos peligrosos

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Estaba en Segovia con mi compadre José Manuel Sánchez Ron, científico honrado y valiente, amicus usque ad aras al que hace años dediqué El asedio; y bajo el acueducto, mirando hacia arriba admirados, comentábamos lo sorprendente de que nadie exija todavía su demolición por ser vestigio del imperialismo romano que crucificaba hispanos, imponía el latín y perpetraba genocidios como el de Numancia. Eso nos hizo hablar de tontos, materia extensa. «A los tontos hay que ignorarlos», dijo José Manuel. Pero no estuve de acuerdo. Eso, respondí, los hace más peligrosos. Un tonto fuera de control es letal. Se empeñan en estar ahí aunque los ignores, tropezando en tus piernas. Con ellos no hay cordón sanitario posible, pues no hay tonto sin alguna habilidad. Hasta en la RAE tenemos alguno. El caso es que la vida acaba poniéndotelos delante. Y como dije alguna vez, juntas a un malvado con mil tontos y tienes en el acto mil y un malvados.

Después, mientras despachábamos un cochinillo en Casa Duque, José Manuel y yo estuvimos analizando clases de tonto y peligrosidades potenciales. Hay tontos inofensivos, concluimos, que están ahí y no pasa nada. Incluso hay tontos adorables a los que coges cariño. Que son buena gente. En su mayor parte no tienen la culpa de serlo, aunque muchos lo trabajan y mejoran cada día con admirable tesón. Basta con ver el telediario: de todos ellos, la variante de tonto con voz pública o parcela de poder es vitriolo puro. En un abrir y cerrar de ojos pasan a ser peligrosos, y pueden destrozar un país, la convivencia, la vida. No por maldad, sino por el lugar que ocupan y las decisiones que toman. En política, por ejemplo, hacen más daño que los malos. Ahí está Rodríguez Zapatero –ahora lo tenemos arreglando Venezuela– que, necesitado de tensión electoral, nos devolvió, desenterrada y fresquita para las nuevas generaciones que la habían olvidado, la Guerra Civil.

Por eso no me fío de los tontos, por inofensivos que parezcan. Tengo canas en la barba y sé a dónde te llevan o van ellos mismos. Durante veintiún años viví en países en guerra; y allí aprendí que, aunque los tontos suelen morir primero, también hacen morir a los demás. Pisan donde no deben, se asoman a la calle, encienden cigarrillos de noche. Te ponen en peligro. Y cuando les dan un cebollazo, eso despeja el paisaje, pero no acaba con todos. Por mucho que palmen en la guerra o en la paz, como especie los tontos nunca mueren.

Al hilo de esto recuerdo un caso, ahora divertido pero que entonces no me hizo ninguna gracia. Cuando trabajaba para la tele solía ir con gente dura, fiable, cámaras de élite sin los que mi trabajo no habría valido nada: Márquez, Custodio y alguno más. Pero no siempre estaban disponibles, y una vez regresé a los Balcanes con otro compañero. Era buen profesional y excelente persona, pero tenía la complejidad intelectual del mecanismo de un sonajero. Cruzábamos varias líneas de frente con puestos de control a menudo enemigos entre sí: cascos azules, croatas, serbios, bosnios. Era su primera guerra, y le dije que se metiera las tarjetas de acreditación de cada bando en un bolsillo diferente, y que no se equivocara al sacarlas porque nos podían cortar los huevos. «Tranquilo», recuerdo perfectamente que me dijo. «No soy tonto».

Cruzar líneas en guerra es una cabronada. El peor momento para un reportero. Habíamos dejado atrás un control croata y nos pararon los serbios que bombardeaban Sarajevo, mataban a mujeres y niños y lo llenaban todo de fosas comunes. Imaginen a una docena de esos hijos de puta pidiendo documentos, y a mi colega el cámara sacando con la acreditación serbia, cuidadosamente enganchadas por el clip unas a otras, cuantas llevaba encima, incluidas las de los enemigos: un rosario de tarjetas que dejó a los serbios boquiabiertos, preguntándose si se les cachondeaba en la cara. Así que, desesperado, no vi otra salida que quitárselas de un manotazo, hacerle a los serbios un ademán con el dedo en la sien como si a mi compañero se le hubiera ido un tornillo, y decirles: «Es que es tonto». Glupan, fue la palabra serbocroata que usé. Entonces aquellos animales se echaron a reír y nos dejaron irnos.

Mi colega estuvo los siguientes tres kilómetros en silencio, fruncido el ceño, rumiando la cosa. Yo conducía; y al fin, cuando ya íbamos a toda pastilla por Sniper Alley esquivando coches reventados, se volvió a mirarme, muy serio. «Me has llamado tonto», dijo. Y yo le respondí que no. Que eran figuraciones suyas.

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Publicado el 9 de septiembre de 2018 en XL Semanal.

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Dañado por el enemigo

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Hacía años que deseaba comprar una buena gabardina inglesa, como otra que poseí hace treinta o cuarenta años; pero nunca encontraba ocasión de hacerlo. Quería una gabardina de verdad, de las de toda la vida, hecha para soportar la lluvia y el mal tiempo. Tipo trinchera o similar, que abrigara y protegiera lo más posible. Pero no había manera. Cuando me acordaba e iba a buscarla sólo encontraba modelitos de temporada, más al servicio del estilo del momento que de lo práctico. Mis últimas visitas a tiendas especializadas me ponían, además, de una mala leche espantosa.

Recuerdo la sucursal en Madrid de una importante marca de ropa, cuando entré confiado en hallar una gabardina clásica y sólo las vi del tipo tres cuartos, un palmo por encima de las rodillas. Y encima, de colores. Busco una de verdad, le dije al vendedor. Que me cubra hasta abajo; para cuando llueva, no mojarme. Ya no se llevan, me dijo el tío, mirándome como si yo acabara de salir del Pleistoceno. Ahora son cortas. Le respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una gilipollez. Casi un oxímoron. Y cuando intuí que el fulano estaba deseando que me largara para buscar la palabra oxímoron en Google, me fui con el rabo entre las piernas. Así que durante mucho tiempo estuve usando una vieja y estupenda gabardina que fue de mi padre, larga de verdad.

Hacía muchos años que no viajaba a Londres. Me tocó ir la pasada primavera, y como para ciertas cosas soy más de piñón fijo que un guardia civil, lo primero que hice fue comprar una Burberrys Vintage que habría hecho palidecer de envidia a Cary Grant o a Humphrey Bogart: larga, cómoda, confortable, segura, hecha para soportar incluso las lluvias de Ranchipur. Después, con ella puesta, y aprovechando que en ese momento no llovía, hice un par de cosas urgentes. La primera fue ir derecho al 221 B de Baker Street a estrechar la mano de Sherlock Holmes y el doctor Watson, acariciar al perro de Baskerville y besar en la boca a Irene Adler, a la que encontré más guapa y peligrosa que nunca. Después me fui a dar una vuelta por Piccadilly, de librerías.

Primero fue un largo vistazo a las cuatro formidables plantas de Waterstone; y luego, exquisitez suprema, la elegante y venerable Hatchards, con su orgulloso emblema de proveedores de S.M. la Queen en el dintel –me pregunté quién se atrevería a alardear de eso en España– y su delicioso ambiente victoriano. Salí con mi botín en las correspondientes bolsas y, como Piccadilly estaba llena de gente, fui a sentarme en la terracita del café que está pegado a la iglesia anglicana de Saint James. Pedí una botella de agua sin gas, me tomé un Actrón –mi espía Lorenzo Falcó y yo tenemos las cafiaspirinas en común– y miré los libros, confortablemente abrigado en mi gabardina nueva. Era casi feliz, y en cuanto el Actrón hizo efecto me sentí feliz del todo. Hojeaba un espléndido libro de fotografías sobre Patrick Leigh Fermor cuando alcé la mirada y, de pronto, una sombra oscureció el paisaje. No era una nube, lo que habría sido natural en Londres, sino una placa en la pared. Esta iglesia, decía, frecuentada desde el año tal por Fulano y Mengano, fue restaurada en 1954 tras haber sido dañada por los bombardeos del enemigo. Etcétera.

Dañada por el enemigo. Eso era todo, y me fascinó la sobriedad del argumento. No especificaba qué clase de enemigo, ni mencionaba a los nazis. No hacía falta porque estábamos en Londres, Inglaterra. Enemigos hubo aquí muchos a lo largo de la historia, y daba igual quiénes fueran: alemanes, franceses, españoles, zulúes, afganos, sudaneses, argentinos, insurgentes coloniales. El enemigo de Inglaterra fue y es siempre el mismo: enemigo a secas contra quien, en caso necesario, unidos, apoyándose unos a otros incluso en el error, los británicos estuvieron siempre dispuestos a luchar en las ciudades, en los campos, en las playas. No creo que nadie haya hablado peor de ellos en términos históricos que yo mismo en esta página; sin embargo, debo admitir el ramalazo de envidia que esas dos simples palabras, el enemigo, me produjeron junto al viejo muro barroco de aquella iglesia londinense. Qué bueno y satisfactorio, casi qué hermoso, poder decir el enemigo sin especificar y sin temor a equivocarse. Imagínenlo ustedes en España, donde el enemigo somos nosotros mismos. Aquí es una palabra compleja y necesitada de precisiones. Y en caso de guerra con un país extranjero procuraríamos evitarla en la prensa y los telediarios, para no ofender.

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Publicado el 16 de septiembre de 2018 en XL Semanal.

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Mariconadas

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La semana pasada me autocensuré. No es frecuente y me costó, pero lo hice. Escribí un párrafo y al releer el artículo volví sobre él, dándole vueltas. Había escrito: respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una mariconada. Y la mirada de veterano, la de los mil metros, tropezaba en la última palabra. Son muchos años y mucha tecla. Da igual, concluí tras un rato, que en los veinticinco años que llevo escribiendo esta página haya hablado siempre con afecto y respeto de los homosexuales y sus derechos, antes incluso de la explosión elegetebé y otras reivindicaciones actuales. Que les haya dedicado artículos como un remoto Yo también soy maricón o el Parejas venecianas que figura destacado en numerosas páginas especializadas. Pese a todo, me dije, y conociendo a mis clásicos, si dejo mariconadas en el texto la vamos a liar, y durante un par de días todos los cantamañanas e inquisidores de las redes sociales desplegarán la cola de pavo real a mi costa. Tampoco es que eso me preocupe, a estas alturas. Pero a veces me pilla cansado. Me da pereza hacer favores a los oportunistas y los idiotas. Así que, aunque no sean sinónimos, cambié mariconada por gilipollez, y punto.

Luego me quedé pensando. Y como pueden comprobar, aún lo hago. Censura exterior y autocensura propia. Ahora lamento haber cedido. Llevo en el oficio de escritor y periodista medio siglo exacto, tiempo suficiente para apreciar evoluciones, transformaciones e incluso retrocesos. Y en lo que se refiere a libertad de expresión, a ironía, a uso del lenguaje como herramienta eficaz, retrocedemos. No sólo en España, claro. Es fenómeno internacional. Lo que pasa es que aquí, con nuestra inclinación natural a meter la navaja en el barullo cuando no corremos riesgos –miserable costumbre que nos dejaron siglos de Inquisición, de confesonario, de delatar al vecino porque no comía tocino o votaba carcundia o rojerío–, la vileza hoy facilitada por el anonimato de las redes sociales lo pone todo a punto de nieve. Nunca, en mi larga y agitada vida, vi tanta necesidad de acallar, amordazar a quien piensa diferente o no se pliega a las nuevas ortodoxias; a lo políticamente correcto que –aparte la gente de buena fe, que también la hay– una pandilla de neoinquisidores subvencionados, de oportunistas con marca registrada que necesitan hacerse notar para seguir trincando, ha convertido en argumento principal de su negocio.

Y que quede claro: no hablo de mí. A cierta edad y con la biografía hecha, cruzas una línea invisible que te pone a salvo de muchas cosas. Un novelista o un periodista a quien sus lectores conocen puede permitirse lujos a los que otros más jóvenes no se atreven, porque ellos sí son vulnerables. A Javier Marías, Vargas Llosa, Eslava Galán, Ignacio Camacho, Juan Cruz, Jorge Fernández Díaz, Élmer Mendoza y tantos otros, nuestros lectores nos ponen a salvo. Nos blindan ante las interpretaciones sesgadas o la mala fe. Nos hacen libres hasta para equivocarnos.

Sin embargo, escritores y articulistas jóvenes sí pueden verse destrozados antes de emprender el vuelo. Algunos de mis mejores amigos, de los más brillantes de su generación y con ideas políticas no siempre coincidentes entre ellos –eludo sus nombres para no comprometerlos, lo cual es significativo–, se tientan la ropa antes de dar un teclazo, y algunos me confiesan que escriben bajo presión, esquivando temas peliagudos, acojonados por la interpretación que pueda hacerse de cuanto digan. Por si tal palabra, adjetivo, verbo, despertará la ira de los farisaicos cazadores que, sin talento propio pero duchos en parasitar el ajeno, medran y engordan en las redes. Hasta humoristas salvajes como Edu Galán y Darío Adanti, los de Mongolia, valientes animales que no respetan ni a la madre que los parió, meten un cauto dedo en ciertas aguas antes de zambullirse en ellas. Y así, poco a poco, fraguamos un triste devenir donde nadie se atreverá a decir lo que de verdad quiere decir, sea o no correcto, sea o no acertado, sea o no la verdad oficial, ni a hacerlo de forma espontánea, sincera, por miedo a las consecuencias.

Y bueno. Qué quieren que les diga. No envidio a esos escritores y periodistas obligados a trabajar en el futuro –algunos ya en el presente– con un inquisidor íntimo sentado en el hombro, sopesando las consecuencias sociales de cada teclazo. Porque así no hay quien escriba nada. Lo primero que desactiva a un buen periodista, a un buen novelista, a cualquiera, es vivir con miedo de sus propias palabras.

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Publicado el 23 de septiembre de 2018 en XL Semanal.

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· Guerra para mi cuerpo

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Treinta y seis balazos

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Me gusta mucho el cine, casi tanto como la lectura. Hace treinta años que veo una película cada noche después de cenar. No puedo aplicarme la palabra cinéfilo, pues ésta encierra un sentido formal, erudito, que escapa a mis facultades; pero es verdad que he visto mucho cine, sobre todo si tenemos en cuenta que no conocí la tele hasta los doce años y pertenezco a una generación de estrenos y programa doble que vio en la gran pantalla películas como Ben-Hur, Doce del patíbulo, El día más largo o Tres de la Cruz Roja. El caso es que lectores y amigos, que saben de mi afición, me piden de vez en cuando sugerencias. Mis pelis favoritas. Varias veces prometí hacerlo, y hoy voy a cumplir mi palabra. Al menos, en parte. Películas del Oeste, por ejemplo. Recordando, a modo de epígrafe, lo que una vez me dijo un amigo ya fallecido, Pedro Armendáriz, hijo del legendario actor mexicano del mismo nombre: «El cine sólo era de verdad cuando era mentira».

Esta mañana durante el desayuno, mientras hacía la lista de mis westerns preferidos, anoté 36. Hay más, pero éstos pueden valer. No todos son obras maestras: sólo dos terceras partes, o tal vez menos. El resto son películas que por diversas razones quedaron ancladas en mi gusto y mi memoria. Hay una, por ejemplo, Del infierno a Texas, que en mi infancia me pareció extraordinaria y que volví a ver hace poco con mucho deleite, pero que nunca es mencionada por mis amigos cinéfilos de verdad, aunque a Javier Marías sí le gusta mucho. Con quien más hablo de cine es con Javier, en nuestras cenas de Lucio; y por encima de gustos y discrepancias, coincidimos en lo básico. En películas del Oeste, John Ford es Dios, y John Wayne su encarnación en la tierra, o en la pantalla. Y Howard Hawks y Anthony Mann son el Espíritu Santo.

Así que, ya que me han dado ustedes confianza para montarles una filmoteca del Oeste, y con la prevención de que son mis gustos personales, háganme el favor de tomar nota. John Ford ante todo, como digo: su trilogía de la caballería (La legión invencible, Fort Apache, Río Grande) completada por Misión de audaces –películas de amigotes, dice mi hija– es en mi opinión lo más brillante que se ha hecho como relato épico del Oeste, seguido muy de cerca por las cuatro películas (Winchester 73, Horizontes Lejanos, El hombre de Laramie, Colorado Jim) que Anthony Mann rodó con James Stewart como protagonista. Pero con el gran padre Ford no se acaba así como así, pues además de las de la caballería hay que ver La diligencia, Centauros del desierto, Pasión de los fuertes, El hombre que mató a Liberty Valance («Ése era mi filete»), El sargento negro, Corazones indomables Dos cabalgan juntos.

En cuanto a Howard Hawks, a él debo mi más amada película de cuantas sobre el Oeste se han filmado jamás –mi segunda favorita es posiblemente La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich–. Con Hawks me refiero, naturalmente, a Río Bravo (la escena de Martin, Brenan y Nelson cantando My Rifle, My Pony and Me sigue emocionándome casi hasta las lágrimas), a la que es inevitable añadir El Dorado («Sólo conozco a tres hombres que disparen así; uno está muerto, otro soy yo…») y Río Rojo. Y ya que he hablado de canciones, otra que me eriza la piel y me causa absoluta felicidad como espectador es Do not forsake oh my Darling como fondo de la soberbia secuencia inicial de Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann. O el tema musical de El árbol del ahorcado, película con la que Delmer Daves me convirtió en adicto a las suyas, confirmado en Flecha Rota y El tren de las 3,10. Y por seguir con canciones, es imposible soslayar Johnny Guitar, de Nicholas Ray. Lo que me lleva a decirles que, si fuera mujer u homosexual, el amor de mi vida sería Sterling Hayden.

No queda espacio en esta página para el resto de las 36 (Grupo salvaje, Duelo de titanes, Más allá del Missouri, Raíces Profundas, Los siete magníficos, Valor de ley, Murieron con las botas puestas, Tambores lejanos, Sin perdón); pero hay dos películas que necesito mencionar antes de irme. Las dos las conocí tarde, no hace más de diez años, y me pregunto cómo vi cine hasta ese momento sin conocerlas. A mi juicio, son obras maestras. Una es Hondo, de John Farrow, donde John Wayne encarna a uno de los mejores personajes de su carrera: ese pistolero que llega al rancho de la mujer y el hijo con la silla de montar a cuestas y con su perro. La otra, oscura y trágica, a medio camino del cine negro y abriendo una nueva forma de tratar los relatos del Oeste, es Incidente en Ox-Bow, de William Wellman. Si pueden, apresúrense a verla. Sólo por eso ya habrá valido la pena leer esta páginas.

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Publicado el 30 de septiembre de 2018 en XL Semanal.

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Malditos honderos baleares

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Empieza a no quedar espacio libre en España para tanto fulano resuelto a sentenciar conflictos lejanos, que a menudo no conoce sino de oídas. Aburre tanta lanzada a moro muerto; tanta memoria histórica buena o mala según quién la maneje. Y así, desde hace rato, cualquier político con menos lecturas que el ciego del Lazarillo, cualquier tuitero ágrafo, cualquier oportunista en busca de sus treinta segundos sobre Tokio, trincan un personaje histórico y lo revisan por su cuenta, masacrándolo sin complejos. Aplicando todos los clichés políticamente correctos del confuso tiempo en que vivimos.

Ahora le ha tocado al general Valeriano Weyler, capitán general de Cuba entre 1896 y 1897, durante la guerra de independencia de la isla. Y como Weyler era mallorquín, ha sido allí donde el parlamento local acaba de aprobar una moción poniéndolo de genocida para arriba por haber «llevado al exterminio a un tercio de la población cubana». Y bueno. Como sabe cualquier lector de historia, Weyler no era, estamos de acuerdo, un mantequitas blandas ni un moñas; era un militar de ideas liberales fiel a la legalidad e implacable en su oficio. Un disciplinado hijo de la gran puta. Un tipo duro que, para combatir al insurgente Maceo, creó zonas de concentración donde millares de campesinos murieron por enfermedad y hambre. Esa es la verdad; pero de ahí a decir que se cargó a más de 780.000 personas –en 1899 el censo en la isla era de 1.572.797 almas– hay un abismo. Y sobre todo, media más de un siglo; y media, también, una manera diferente a la nuestra, a la actual, de entender la guerra, la humanidad, la vida y la muerte.

Asombra –aunque ya no tanto, o casi nada– la disposición de los españoles, o como nos llamemos ahora, a destrozar lo que se nos pone cerca. A darnos tiros en el pie. En cuanto hay una rendija, por ahí nos lanzamos con entusiasmo. La historia de cualquier país del mundo, desde los tiempos remotos, contiene miles de oportunidades; pero en ninguna parte, comprueba quien haya viajado o leído un poco, la demolición se lleva a cabo con el tesón que ponemos nosotros. Como escribí alguna vez, utilizar la mirada del presente para juzgar sólo desde aquí los hechos del pasado es un error que impide la comprensión y el conocimiento. Pero es lo que hay, lo que nos gusta. Si Hernán Cortés resucitase para dar una conferencia titulada, por ejemplo, Así lo hice, no lo dejaríamos hablar. Ni siquiera entrar en el recinto. Una manifestación se lo impediría llamándolo imperialista, genocida, xenófobo, misógino y fascista. Por lo que, naturalmente, nos quedaríamos sin saber cómo lo hizo. De qué modo él y unas pocas docenas de españoles ambiciosos, desesperados, crueles y valientes, sin más recursos que sus espadas, su hambre y sus agallas, cambiaron la historia del mundo.

Y claro. Si nos ponemos a ello, calculen ustedes la Iteuve que puede hacérsele a la historia de España en particular y a la de la Humanidad en general, desde el Génesis hasta la fecha. La de mociones parlamentarias que pueden menearse mirando atrás y cuanto más lejos mejor. La de titulares de periódicos y noticias de telediario posibles. Lo bien que se lo pasarían nuestros políticos –y políticas– desempolvando genocidios, masacres y otras vorágines de antaño. A ver qué pasa con las guerras de Marruecos, por ejemplo. Con el saco de Roma. Con los almogávares despachando griegos en la otra punta. Con la inexplicable misoginia de la Reconquista, donde se invisibilizó a las numerosas mujeres guerreras de la época. Con los honderos baleares –esos también eran de Mallorca, como Weyler– que invadieron Italia con Aníbal, matando y violando a troche y moche. Con los violentos de género de Numancia, que liquidaron a sus mujeres y niños para que no cayeran en manos de los romanos. Etcétera. Y luego, cuando se agote la materia nacional para mociones de palpitante actualidad, siempre podemos continuar con la extranjera, que por ahí fuera la aprovechan poco: el genocidio italiano en Libia y Abisinia, el de Stalin en la URSS, el de Norteamérica contra los indios, el de los negros exterminados en el África alemana o en el Congo belga, el que liaron los turcos en Esmirna o incluso en Bizancio, el de los cruzados en Jerusalén, el de los aqueos en Troya, el de los primogénitos egipcios escabechados por Josué, el de los elegetebés churrasqueados en Sodoma y Gomorra… Asuntos no van a faltar, así que idiotas y oportunistas están de enhorabuena. Raro es el país y raro es el día, el año, el siglo, en que no se cumple el aniversario de alguna barbaridad.

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Publicado el 7 de octubre de 2018 en XL Semanal.

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Una conversación

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Desde la ventana, más allá de palmeras y buganvillas, podía verse la bahía des Anges y la ciudad de Niza. Esos días me daban un premio imposible de rechazar, pues lo habían tenido Lawrence Durrell, Oriana Fallaci y Patrick Leigh Fermor. Así que me sentía satisfecho de estar allí, con algunos amigos que venían desde París. Los organizadores me alojaban en una hermosa residencia en la carretera de Villefranche. Esa noche había cena medio formal, y tras una mañana de entrevistas y conversaciones me había tumbado a dormir un rato. Ahora estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa blanca sin corbata, un traje gris oscuro y unos zapatos negros. Pasarían a buscarme en una hora, y anochecía. Decidí bajar a esperar en la terraza, que era muy agradable. Y al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella.

Era la sexagenaria –casi septuagenaria, creo– más guapa que he visto en mi vida. Imaginen a Romy Schneider más alta y elegante, habiendo sobrevivido razonablemente a los estragos de la vida. Tenía unos ojos claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el cabello recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de perlas. Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón alto. Era la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora. La casa había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad. Viuda desde hacía años, la habían puesto al frente. Se encargaba de que todo estuviera en orden y de recibir a los visitantes.

El día anterior me había recibido a mí. Era el único huésped. Cuando llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y me había enseñado la residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi habitación. Para los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras deliberadas de subir escaleras estrechas con una mujer. En Francia el hombre suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser incorrecto tener. En España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños. Por eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo también. Nos miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido el hielo de todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería depurada en una larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí, permitiéndome admirar un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo fascinante.

Cuando bajé era de noche y ella estaba al pie de la escalera, puntillosa y cortés. Dije que esperaría el automóvil en la terraza, y se ofreció a hacerme compañía mientras tanto. Vagamente incómodo le rogué que no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se empeñó en sentarse a mi lado. Me intimidaba un poco, tan mayor y tan bella. Tan atractiva. Habló de la residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de Somerset Maugham, al que había conocido siendo jovencita. Tenía una voz educada y dulce, muy francesa, y eso daba un encanto especial a la penumbra de la terraza, con los grillos cantando en el jardín. Me ofreció un cigarrillo y fue la única vez que estuve a punto de fumar en veinte años. Poco a poco fuimos hablando de cosas más personales y complejas. Dejé de estar intimidado.

En un momento determinado, al hilo de un comentario suyo, formulé la pregunta: «¿Qué pasa con la belleza?», quise saber. No me refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema, sino a la belleza en general. Al patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota, que seguía administrando con sabio esmero. Dije sólo eso, porque realmente me interesaba la respuesta y porque un novelista es un cazador de respuestas, y ella se quedó callada un instante y la brasa de su cigarrillo brilló dos veces antes de que respondiera. «Sólo hay una forma de soportar la demolición –dijo al fin–. Recordar lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con tu edad. No declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre desdeñosa. Siempre superior». Lo dijo y se quedó callada escuchando los sonidos de la noche. «Supongo –comenté al cabo de un momento– que para eso son necesarios valor, inteligencia y mucho aplomo». Ella siguió fumando en silencio. Mirábamos la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la bahía. Y entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi pregunta olvidada, dijo: «Se trata de no dejarse ir. De convertir las maneras en una regla moral». Y encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del automóvil que venía a buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza.

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Publicado el 14 de octubre de 2018 en XL Semanal.

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La tierra de nadie

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Ocurrió en 1938, en plena Guerra civil. El abuelete que me contó la historia murió hace once años. Digamos, por decir algo, que se llamaba Juan Arascués. Era bueno contando: breve, conciso, seco, sin adornos. Un hombre honrado con poca imaginación, pero que sabía mirar. Y recordar. Era uno de esos aragoneses pequeños y duros, de montaña y pueblo. Era de Sabiñánigo, o de un pueblo de allí cerca, donde el viento y el frío cortaban el resuello. Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus hermanos, más tarde en una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo. Cuando estrechaba tu mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que podía tener en ellas, decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le doliera.

Yo preparaba una novela que luego no escribí, y charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el asunto: la Guerra Civil. La había hecho muy joven, con los nacionales; porque, dijo, fueron los primeros que llegaron a su pueblo. «Si no hubieran sido ésos –contaba–, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor». El hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él. A Juan le dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres semanas viviendo como un cura –fueron sus palabras exactas– en la retaguardia.

Acabó en las trincheras de Huesca, donde apenas llegado cumplió diecinueve años. El frente se había estabilizado por esa parte, la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes ataques republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron reduciéndose en intensidad. Juan recordaba un ataque de las brigadas internacionales; un duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros rojos «porque eran extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro entierro». Después de eso, su sector se mantuvo estable hasta casi el final de la guerra. Era una guerra de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan cerca que los contendientes podían hablarse. En los ratos de calma, que no eran pocos, se gritaban insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a veces, con altavoces, ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así. También intercambiaban noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado había soldados que eran paisanos y hasta vecinos. Más de una vez, contaba Juan, dejaron, en un sitio determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de papel de fumar y latas de conservas que se pasaban entre ellos.

Una mañana, apoyado en los sacos terreros con la culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro lado si había allí alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre. Lo dijo, hubo un silencio y al cabo una voz emocionada respondió: «Juanito, soy Pepe, tu hermano». Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de los compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los soldados lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con fusiles. Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de un sargento a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto algún paqueo de rutina, el frente estaba tranquilo. Ya se habían encontrado otras veces rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos. «Júrame que no vas a pasarte», le dijo el jefe. Y Juan sacó la crucecita de plata que llevaba en el pecho y la besó. «Se lo juro por esto, mi capitán».

Se vieron dos días más tarde, tras ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los brazos en alto. Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro derruido de una casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano. Hablaron durante diez minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al despedirse. Tardarían siete años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su trinchera, los compañeros sonreían y le daban palmaditas en la espalda. Aquel día, nadie disparó ni un solo tiro. «Era buena gente», me contaba Juan, entornados por el humo de un cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar. «Los de uno y otro lado, hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y otra trinchera, brutos como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace la guerra… Pero de verdad eran buenos hombres».

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Publicado el 21 de octubre de 2018 en XL Semanal.

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Los chicos de los tanques

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Las imágenes me llevan atrás en el tiempo, primavera de 1974, cuando España miraba hacia Portugal retenido el aliento, con un escalofrío de admiración y esperanza. Os rapazes dos tanques, se titula el libro de fotografías: los chicos de los tanques. Fotos bellísimas, rostros de jóvenes capitanes, oficiales y soldados que ese 25 de abril, decididos y silenciosos («Quien quiera venir conmigo, vamos a Lisboa y acabemos con esto», dijo el capitán Fernando Salgueiro Maya) salieron de sus cuarteles para derrocar la dictadura y consiguieron, sin sangre, la rendición del gobierno de Marcelo Caetano. Ayer por la mañana compré el libro en el Chiado; y por la noche, cenando con Manuel Valente en un restaurante del Barrio Alto –Manuel, viejo amigo, fue mi primer editor en Portugal–, lo comenté con él. Qué formidable galería de imágenes, le dije, todos aquellos rostros casi de muchachos, lo que fueron y lo que hoy son. Qué lección de patriotismo, de orgullo y de coraje. Manuel estuvo de acuerdo, y me contó que precisamente fue él quien hace cuatro años editó ese libro. Después, mientras seguíamos cenando, comentamos con melancolía los resultados de aquella revolución de los claveles. Todas las esperanzas desatadas y cómo se fue diluyendo todo cuando los políticos entraron en escena, pusieron a un lado a los jóvenes que se la habían jugado y se hicieron dueños del nuevo paisaje, hasta el punto de que algunos de los capitanes de abril, como Otelo Saraiva de Carvalho, cerebro del golpe militar, terminaron en la cárcel.

Esta mañana, dando otra vuelta por mis librerías habituales de la ciudad –siguen abiertas casi todas, lo que en estos tiempos es un milagro–, he vuelto a pensar en aquellos jóvenes de abril. En sus rostros, su juventud y su hazaña. En la canción Grándola vila morena sonando en la radio esa madrugada, como señal convenida para actuar, y en los soldados y sus vehículos abandonando sus cuarteles bajo la luz incierta del amanecer. En los blindados del capitán Salgueiro Maya rodeando el cuartel donde se refugió el gobierno, en las guarniciones de todo el país sumándose una tras otra a la revolución, en la gente que al llegar el día se echó a la calle para apoyar y aplaudir a aquellos muchachos encaramados en los tanques y apostados en las esquinas. En lo guapos y serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste Caeiro, la camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de una cena y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de frío que se lo pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado, al ponerlo en el cañón del fusil y ser imitado por sus compañeros, corriéndose el gesto por toda la ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo de lo que se llamaría Revolución de los Claveles.

He pensado en todo eso, como digo, mientras paseaba por Lisboa. Y al observar las hordas de visitantes que en los últimos tiempos inundan esta ciudad puesta de moda por los operadores turísticos, caigo en la cuenta de que nada hay en las calles que recuerde a aquellos jóvenes soldados y cuanto hicieron posible. Aunque el nombre del 25 de Abril está muy presente en la ciudad, nada recuerda a sus verdaderos protagonistas. Que yo sepa, sólo hay una película –que me parece mediocre– de María de Medeiros, con el hermoso título Capitanes de abril, y un monumento levantado junto al cuartel de Santarem en memoria del capitán de caballería Salgueiro Maya, con una estatua de éste junto a un blindado de los que salieron de allí para empezar la jornada. Pero no tengo constancia de que en Lisboa haya nada espectacular que recuerde aquello. Ningún monumento, ningún espacio dedicado a ese día. Nada que mostrar al mundo con legítimo orgullo. Nada de nada. Y pensando en eso, y en el capitán Salgueiro Maya, que se negó a ocupar cargos políticos y murió de cáncer a los 47 años, valiente y honrado como había vivido, caigo en la cuenta de lo iguales que somos portugueses y españoles en lo de marginar héroes y darlo todo a la desidia y el olvido. Qué gran ocasión perdida, en esa Lisboa que ahora se remoza y embellece para acoger a millares de visitantes diarios, la ausencia de un Museo de la Revolución, o tan siquiera de una plaza dedicada a esos chicos que hoy son sexagenarios. Es como si aquellos muchachos incomodaran. Como si los políticos portugueses, incapaces de reconocer su deuda con ellos, necesitaran borrar el recuerdo. Imagino sus escalofríos al suponer a los turistas fotografiándose ante un monumento con un carro blindado M-47, sobre la inscripción También los tanques pueden traer la libertad.

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Publicado el 28 de octubre de 2018 en XL Semanal.

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Idiotas sociales

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Hace poco, una jovencísima estudiante española colgó en Twitter una fotografía suya, vestida con unas ceñidas mallas negras y un top que en realidad era un sucinto sujetador de medio palmo de anchura, con el siguiente texto: Mi colegio es un retrógrado de mierda, me han echado de una clase por ir así vestida y echando la culpa a que luego se escandaliza todo por que no veas como estamos con que si miran las tetas y el culo xdddd putos retrógradxs. Y, bueno. Como ocurre en las redes sociales, eso dio lugar a muchos comentarios; unos a favor, solidarizándose con ella, y otros en contra, poniéndola de tonta y bajuna para arriba. La chica no era de las que se arrugan, y se defendió como gato panza arriba; si no con prodigios de sintaxis ni ortografía, sí con mucho aplomo, sin disminuirse un palmo. Y, en mi opinión, ahí estuvo lo interesante. En sus argumentos.

La idea general era que ella no había hecho nada malo. Que enseñar el cuerpo en clase no sólo no era malo, sino que era positivo: Claro que hay menores en el instituto y muy pequeños/as, pero ahí esta el error, al menos bajo mi punto de vista; si no se les enseña desde pequeños a normalizar un cuerpo en general.. que se lo vas a imponer con 20 años. Ésa fue una de las respuestas a sus detractores: normalizar el cuerpo. Lo argumentaba con la honrada convicción de estar en lo cierto y defender sus derechos ante mentes estrechas, anticuadas, viejunas. Apelaba a la libertad individual, a la necesidad de que la sociedad cambie sus puntos de vista, al ineludible futuro. Para ella, sentarse entre sus compañeros de ambos sexos con tres palmos de cuerpo desnudo al aire y una tirita de tela en torno al busto era un acto de libertad que ningún reglamento escolar tenía derecho a vulnerar. Mi cuerpo es mío y lo enseño donde me parece, era el asunto. Para la próxima me pongo uno más corto y pantalones mucho más cortos; no es mi problema que ustedes sexualixeis algo que es normaaaaallll,zanjaba irreductible, utilizando además con razonable soltura el punto y coma, algo poco frecuente en chicos de su generación.

La cosa me dejó un raro malestar: la certeza de que hay cosas en las que la sociedad europea, occidental o como queramos llamarla ahora, ha perdido el control de sí misma. Quizá sea difícil explicarlo y habrá quien no lo comprenda; pero creo que, sobre los razonamientos de esa chica, lo que inquieta es el aplomo con que los formulaba. Su seguridad de estar en lo cierto. Paradójicamente, yo habría preferido de ella una respuesta tan bajuna como el atuendo; algo como Me visto así para ir al kole porque me saaaale del chocho. Habría sido, en mi opinión, un argumento tranquilizador, rutinario, propio de una pedorra de baja estofa, de ésas que la telebasura consagra como modelos a imitar. Lo que me desazona es que la chica en cuestión razonaba bastante bien, aplicándose argumentos probados para otros menesteres y que a un joven de su edad deben parecer irrebatibles: libertad, orgullo, modernidad, cambio, futuro. Que alguien con mínimo sentido común pudiera preguntarle, como réplica, si ella iría a comer a un restaurante donde los camareros sirvieran en tanga, o se casaría con su novio yendo ambos en bragas y calzoncillos es lo de menos. Lo grave es que esa jovencita creía tener razón. Por eso me estremeció su aterradora honradez argumental. Y también me dio escalofríos comprobar –tendrá unos padres que la vean vestirse así para el instituto– que mucha gente comparte su opinión. Es, para entendernos, una idiota no intelectual sino social. Una idiota con argumentos, apoyada por otros idiotas, igualmente honrados, que la aplauden y justifican.

Asusta, y a eso iba, la ausencia de remordimientos, de complejos, de sentido del decoro o el ridículo. La ignorancia de que a veces, con determinadas actitudes, se falta el respeto a los demás. Ocurre como con el patán que el otro día, en un avión, no contento con ir en pantalón corto mostrando los pelos y varices de las piernas, se quitó las sandalias y me impuso sus pies descalzos como repugnante compañía durante dos horas y media de vuelo. Si me hubiese vuelto hacia él para ciscarme en su puta madre, me habría mirado con asombro, sin comprender. Era otro idiota social, inocente como tantos. Incapaz de verse en un espejo crítico y comprender lo que es y lo que simboliza. Sobre ese particular, recuerdo que un amigo maestro llamó la atención a un alumno por escupir al suelo en clase y éste replicó, sorprendido: «¿Qué tiene de malo?». Mi amigo me dijo que se quedó bloqueado, incapaz de responder. «¿Qué podía yo decirle? –comentaba–. ¿Cómo iba a resumirle allí, de golpe y en pocas palabras, tres mil años de civilización?».

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Publicado el 4 de noviembre de 2018 en XL Semanal.

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Picasseando Guernicas

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No hace mucho hablé aquí de los articulistas parásitos que, a falta de ideas o vida propia, llenan páginas criticando lo que dicen o escriben otros, o lo que las redes sociales dicen que han dicho, y lo hacen sin molestarse en conocer el argumento original. Como para confirmarlo, eso ocurrió de nuevo hace unos días cuando, interrogado por un periodista sobre mi última novela, expresé la documentada sospecha de que Picasso no pintó el Guernica por patriotismo, sino por dinero. Era evidente que ninguno de los indignados guardianes del espíritu picassiano había leído el libro, donde el pintor aparece en un par de capítulos, tratado con suave humor y todo el respeto que como inmenso artista merece. Pero daba igual. Según esos bobos, al hablar del dinero cobrado yo ofendía al artista. Y claro. Por lógica inferencia, y ahí está el punto, también ofendía de rebote a toda la izquierda; y con ella, a la parte más noble y admirable de la humanidad en general. Etcétera.

Así que, con permiso de ustedes y goteante el colmillo, voy a poner algunos pavos a la sombra. Empezando por que, aparte lo que ya había leído y escrito antes sobre el arte y la guerra –a mi novela El pintor de batallas me remito–, para la historia parisina del espía franquista Lorenzo Falcó, Sabotaje, tercer volumen de la serie, refresqué y estudié despacio todo lo publicado sobre Picasso y el Guernica. Así que cuando empecé a teclear la novela, donde los personajes opinan con la libertad de lo que son, conocía bien las conclusiones de los expertos sobre la génesis del cuadro: desde los clásicos de Van Hensbergen, Penrose y La Puente a las memorias de Man Ray, James Lord o la madre de dos hijos del artista, Françoise Gilot. Libros escritos por historiadores y testigos, no por cantamañanas sectarios de izquierdas que creen que Picasso es de su propiedad, ni por cantamañanas sectarios de derechas que sostienen que el Guernica es un fraude y una basura.

Entre los historiadores y testigos serios hay quien opina que Picasso pintó el Guernica por patriotismo y quien dice que lo pintó por dinero. Cada cual es muy dueño, y de ellos obtuve mi opinión, que es tan respetable y documentada como las suyas, pues en todas se fundamenta. Y mi conclusión –que no figura en la novela, pero tengo tanto derecho a expresarla como cualquiera– es que Picasso no pintó el cuadro sólo por patriotismo y fervor republicano, sino que también lo hizo por dinero: 200.000 francos eran nueve veces lo que él cobraba entonces por una obra de las caras. Era un dineral entonces y lo sigue siendo hoy. Para afirmar el supuesto altruismo del artista se menciona a menudo la famosa carta de Max Aub, que en mi opinión –coincidente con la de no pocos historiadores– es una carta pactada para justificar políticamente el cobro. Que por otra parte resulta legítimo, porque es natural que un artista cobre por su trabajo. Yo mismo cobro a mis editores, pues vivo de eso. Por mucho que ame la literatura, soy un novelista profesional; como, salvando las inmensas distancias, Picasso era un pintor profesional.

Y por cierto: puestos a decir verdades a quienes consideran a Picasso artista comprometido en cuerpo y alma con la República, es indiscutible que siempre sostuvo esa causa. Pero conviene recordar que lo hizo desde lejos. Concretamente desde su estudio de París, sin pisar nunca suelo español –absolutamente nunca– en tres años de guerra, pese a haber sido nombrado director honorario del museo del Prado. Tan a gusto estaba en París, por cierto, que se quedó allí durante la posterior ocupación nazi, sin ser molestado por los alemanes; que por esa época molestaban a no poca gente. Y recibió en su estudio a varios de ellos, incluido Ernst Jünger, que no era precisamente un simpatizante de la extinta República española.

También hay a quien, con desconocimiento no ya de mi novela, sino de la vida de Picasso, incomoda que se diga que le gustaban las mujeres ajenas y que era tacaño, egoísta y aficionado al dinero. Está claro que quien se irrita por eso no ha leído sobre él, ni conoce el testimonio de las mujeres, hijos y amigos que lo calificaron de machista, cruel, rijoso, pesetero, egocéntrico y tirano doméstico. Porque –y esto es lo que ciertos simples no comprenden– se puede ser pintor genial y mala persona, se puede ser de izquierdas y no ser ejemplo de moralidad o patriotismo. Se puede ser republicano y cobrar. Se puede, en fin, ser muchas cosas al mismo tiempo, incluso contradictorias u opuestas entre sí, como por otra parte lo es cada ser humano. Y es que, a pesar de lo que creen algunos imbéciles, la vida real no es un paisaje de blancos y negros, rojos o azules, sino una fascinante gama de grises. Precisamente como el Guernica.

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Publicado el 11 de noviembre de 2018 en XL Semanal.

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